Estamos cada vez más divididos. Cualquier diferencia ideológica parece justificar la enemistad irreversible y un solo punto de disidencia bien explotado tiene la capacidad de romper relaciones, arruinar amistades e incluso separar familias. Hasta los muertos son causa de pelea, y si no que se lo digan a Franco, que resucita cada dos días en los debates de política ¿Cuándo se ha vuelto la polarización tan feroz?
Para promover el avance armonioso y unido de cualquier sociedad es indispensable el dialogo, la educación y unos valores comunes sólidos. Pero, cuando miro a mi alrededor, veo lo contario. Nuestro congreso es un campo de batalla en el que el diálogo brilla por su ausencia. En lugar de buscar soluciones, el objetivo es desacreditar al adversario, siendo normal escuchar descalificaciones e insultos a título personal. Solo en el último mes, el Congreso de Diputados ha sido testigo del uso de términos tan poco originales como “neofascista” o “filonazi”, y también de insultos dignos de patio de colegio, como “cabrones” o “saco de mierda”.
La educación, lejos de unirnos, se ha convertido en un arma de manipulación explotada por el gobierno para tergiversar la historia, hacernos menos críticos, e incluso usar nuestra riqueza cultural y lingüística como técnica para instaurar y reforzar esa división, desde las generaciones más jóvenes. Hallar un punto en común con el de al lado es imposible. Nos venden “paquetes” de valores que tenemos que suscribir por completo, por lo que una opinión concreta en materia de economía, parece llevar a aparejada una opinión también en materia social, religión, medioambiente, o incluso diversidad. Y no hablemos de los medios de comunicación, que, a fin de favorecer a los partidos que apoyan, contribuyen a reforzar la polarización, seleccionando o incluso encubriendo noticias para moldear el discurso como estiman oportuno.
Aun así, no soy del todo pesimista, ya que, frente a la división que promueven nuestros políticos, existen ciertos fenómenos inmunes a polarización que demuestran que sigue habiendo cosas que nos unen: hablo del fútbol.
Nunca he sido especialmente futbolera, la verdad. Mi padre tuvo tres hijas antes de que naciese mi hermano y aunque se esforzó mucho por inculcarnos su pasión por el deporte, conmigo no caló. A los 6 años, yo iba al Bernabéu porque era muy divertido “disfrazarse” de blanco y morado, que te comprasen una bolsa de chuches más grande que tú, y tener permiso para gritar en cualquier momento. El deporte en sí era lo de menos y, de hecho, solía llevarme muñecas para entretenerme. Si me preguntáis por el Real Madrid, el equipo que se apoya en mi casa, me he quedado en Casillas y Beckham.
Pero cuando juega mi equipo, hasta yo reconozco que el resto de cosas pasan a segundo plano, y en mi casa, por ejemplo, hay una convocatoria obligatoria que acaba juntando a decenas de personas, unidas por una misma pasión, especialmente si juega la Selección Española.
Durante los torneos importantes, como ahora con la Eurocopa, es fascinante ver cómo personas de todas las edades, sexos, ideologías y procedencias se unen para animar a España. Las diferencias políticas, sociales y económicas se disuelven temporalmente y se crea un sentimiento de comunidad que es difícil de encontrar en otros contextos. El Mundial de 2010 es el mejor ejemplo de ello, y es que el gol de Iniesta es un dato histórico tan irrefutable que ni una reforma educativa sería capaz de borrarlo de la memoria de los españoles. Incluso en las regiones de España afectadas por el separatismo se instauró una tregua y, mientras se celebraba la victoria de La Selección, pasear la bandera dejó de ser un deporte de riesgo, y hasta los balcones de la Gran Vía de Bilbao se tiñeron de rojo y amarillo.
El fútbol, con su simplicidad y universalidad, logra lo que miles de debates parlamentarios no han conseguido: unirnos bajo una misma voz, unos mismos colores y una misma bandera. Es casi paradójico que, en casi cualquier otro contexto, llevar la bandera de nuestro país sea sinónimo de facha. Pero en fútbol los colores nacionales se lucen con orgullo, y el himno nacional se canta a pleno pulmón junto a un montón de desconocidos.
En los bares, la gente se congrega sin importar de dónde vengas o a quién votes; y si tu equipo mete gol, abrazas al de al lado como si fuera un amigo de toda la vida, o invitas a una ronda. Esa conexión, esa chispa de humanidad compartida, es algo imposible de replicar, y que no pueden robarnos.
Mientras los políticos parecen empeñados en explotar nuestras diferencias para dividirnos (que no ser nos olvide que la Generalitat está imponiendo multas a los negocios que rotulan en castellano), el fútbol nos recuerda que, al final del día, tenemos más en común de lo que parece. Es irónico que, en un país tan dividido por cuestiones políticas, un balón sea capaz de hacer lo que nuestros líderes no pueden: mostrarnos que la unidad es posible. El fútbol, con su poder de unión y convocatoria, nos recuerda que, a pesar de nuestras discrepancias, compartimos más de lo que pensamos y nos invita a reflexionar sobre un tema importante: si algo tan “insignificante” justifica que aparquemos nuestras diferencias, ¿no se merece nuestro país que adoptemos esa misma actitud ante lo que verdaderamente importa?