Opinión

La pausa

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Este año no ha habido Operación Bikini. Así que me veo como una ballena varada en la orilla del mar. Y tan feliz. No vamos a estar siempre sufriendo. Ya está bien de sentirnos culpables por divertirnos, por comer o por comprarnos algo que nos gusta mucho. A disfrutar. Deleitémonos con los placeres de la vida y más ahora que muchos están o se van de vacaciones.

A mí me toca en breve. Ya se hace cuesta arriba. La cabeza embotada es un síntoma de haber llegado al límite. Además, el calor nos ralentiza. Cuesta concentrarse y las palabras no fluyen igual. El agotamiento suele generar una nebulosa de tristeza.

Por eso, hace tanta falta parar. Algunos saben muy bien lo que significa, pero otros hemos tenido que aprender a descansar. Este verbo implica algo más que reposo físico. También incluye el mental. Tal vez el más difícil de alcanzar.

En cualquier caso, no se trata de estar todo el día tirado en el sofá sin hacer nada. Al contrario, hay que aprovechar cada momento para saborear lo que a uno le llena como remover lentamente el café solo con hielo, observar un mar sin olas, oler el jazmín, emprender un viaje exótico, contemplar las estrellas en el pueblo, charlar sin límite con los amigos en la terraza del bar o bañarse con los niños y ese unicornio rosa que es más grande que la piscina.

El aburrimiento sólo existe si se le abre la puerta y precisamente el verano nos invita a desterrarlo con planes infinitos. Nos concede el privilegio de disponer de nuestro tiempo que podemos compartir con quienes más queremos.

Sin duda, el descanso es el alivio necesario para volver a empezar. Pero no es tan fácil como parece. Hace nada se publicó una investigación de Infojobs en la que se hacía una radiografía laboral de los españoles. En ella se señala que un 59% de los trabajadores hace las maletas, pero no deja de pensar en sus tareas profesionales.

Hay gente que no sabe desconectar. Muchas personas se llevan el móvil a la playa y allí, salpicados de arena, van consultando el mail, repasando cuentas e incluso haciendo alguna llamada que les parece terriblemente urgente. Hacen horas extras por placer. Sufren cierto síndrome de abstinencia que les cuesta saciar. Se ponen nerviosos si no hay cobertura y son incapaces de adaptarse al ritmo sosegado. Lo sé por experiencia. Durante una época viví en un estado de alerta perpetuo. Cuando me empezaba a relajar, tenía que regresar. Por suerte, las cosas han cambiado y soy firme defensora de aplicar la desconexión digital, un derecho regulado por la ley. Nadie es imprescindible.

Hace poco se me estropeó el teléfono un buen rato. Había quedado con unas amigas para cenar. Supe llegar al sitio sin indicaciones y no les tuve que mandar ese tipo de mensajes absurdos que relatan al milímetro cada paso que se da. “Ya salgo”, “estoy a una parada” o “mandadme la carta que le voy echando un ojo” son algunos clásicos. Reconozco que esa noche disfruté de una charla tranquila sin mirar cada dos segundos una pantalla y cuando regresé a casa pensé en lo bonita que es, a veces, la existencia sin saber y, sobre todo, sin sentirse permanentemente controlada.

Lo que hay que hacer es dejar que se extienda la calma y contagiarla. Es importante no impacientarse porque tardan en servirte el tinto con limón en el chiringuito y no pasa nada por llegar un rato tarde al sitio donde has quedado con la familia si es por una placentera siesta.

También hay que valorar los contrastes. El silencio de la calle a la hora de la comida, mientras el restaurante bulle abarrotado sirviendo paellas. El rato de lectura en soledad que no tiene nada que ver con las voces que se elevan en eternas sobremesas jugando a las cartas. La luz del sol que inunda cada rincón, frente a esas noches dulces en las que se alargan las fiestas. La suma de la quietud y la locura recargan las pilas.

No pensemos en la vuelta y hagamos caso a Mario Benedetti: “De vez en cuando, hay que hacer una pausa (…) y no llorarse las mentiras, sino cantarse las verdades”.