Suelo llevar un pequeño cuaderno en la mochila para apuntar cosas. La idea es recoger todo aquello que me parezca importante. Puedo escribir sobre mis planes, copiar la frase de algún libro que me haya cautivado y, de vez en cuando, hago algún dibujo mientras espero. Su contenido, sin embargo, no es tan idílico como muchos piensan. Es verdad que hay algo de eso, pero la mayoría de las veces se llena de las anotaciones sobre el trabajo que esté realizando y, por supuesto, se cuela alguna lista de recados.
Eso sí, lo que nunca falta en el bloc es alguna palabra rara que haya descubierto. Me gusta coleccionarlas. Soy una versión modesta de la Real Academia Española. Esta institución presentó hace tan sólo unos días la actualización 23.8 de nuestro diccionario e incluyó entre sus novedades dana, espóiler, sérum, chorreo y teletrabajar. Me gustan todas, aunque lamento que conozcamos la primera por la tragedia del pasado 29 de octubre.
Es el sustantivo elegido también por la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE). Lo hizo por su gran presencia en los medios de comunicación y por las dudas que generaba su escritura. Hasta hace nada lo escribíamos en mayúsculas porque es el acrónimo de Depresión Aislada en Niveles Altos.
Pero volvamos a la RAE. Al léxico se han incorporado 4.074 novedades. Un universo para los amantes de la lengua. Además, se han añadido algunas formas complejas como centro de salud, unidad móvil o zona de confort. Y varios términos del ámbito científico y de la gastronomía. Ahora podremos decir con propiedad fumé, wasabi, barista o umami. Esto último es sinónimo de sabroso. Aunque hay quien lo define como el quinto sabor. Por lo visto, los humanos somos capaces de reconocer el amargo, el salado, el ácido, el dulce y este otro que se desliza por nuestros platos. Está claro que aprendo con ellos, pero también rabio porque no me hace gracia que, en ocasiones, acepten algún vulgarismo o dichos populares simplemente porque se han extendido.
En mi recopilación personal hay palabras de todo tipo. De momento llevo 43. Durante mucho tiempo adoré petricor -el olor a lluvia-, pero luego se puso tan de moda que perdió su encanto. Así que la cambié por galbana, que es la pereza producida por el calor. Algo parecido a la modorra. Esa sensación de que te pesan hasta las pestañas. Y por otra que me parece tremendamente pedante y efectista: acrimonia, que viene a ser acritud. Su segunda acepción es agudeza del dolor. Esto último me representa.
Además, suelo tomar nota de las que están en desuso. Aunque pueda parecer raro algunas sobran y van desapareciendo. Lo comprobé una mañana de 2019 cuando fui a conocer el proyecto de Marta PCampos en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes. En 1914-2014 recopilaba cerca de 3.000 palabras que se utilizaban hace un siglo y ahora están muertas. Como, por ejemplo, abemoladamente, que traducimos por dulcemente. Aquello era un singular cementerio repleto de tesoros.
De todas formas, no todas tienen que ser retorcidas o extrañas. Hay algunas que me las invento o a las que les cambio el significado. Como a requiero. No estoy hablando de cursar ninguna solicitud. Más bien con eso ya te lo digo todo.
También están las que destacan por su sonoridad o su sentido. A un compañero de trabajo, su madre le llama alhaja. Desprende ternura. Y hay una a la que le tengo un cariño especial. Se trata de ojalá, que una amiga lleva inscrita en una pulsera. Es una de mis favoritas porque en ella se encierran la esperanza, el futuro, la incertidumbre y la sensación de que se está a merced de la vida.
Miguel Ángel Velasco, el creador de @diccionariovip, tiene un libro que te permite jugar a buscar el vocablo que se identifica con tu estado de ánimo. Hay bastantes y bien originales, tanto de aquí como extranjeros. En su prólogo hace un buen resumen de todo lo que esto nos aporta: “Aunque el lenguaje que usamos y los lugares de los que venimos sean diferentes, es maravilloso descubrir las emociones que nos unen”.