El marqués de Esquilache, en 1766, ya promulgó un bando por el que quedaban prohibidas las capas largas y los sombreros de ala ancha, pues se ocultaban armas y rostros tras ellos, lo que favorecía la comisión de delitos. Este hecho debió de ser la gota que colmó el vaso, pues además de tocarles el atuendo a los madrileños de entonces —que no hacía mucho se jugaban la vida en nombre del honor por un pisotón mal dado en el corral de comedias— había gran descontento entre la población por la subida de precios y acechaba el miedo al hambre. El motín que lleva el nombre del osado ministro de Carlos III que se proponía europeizar España, acabó con la destitución del mismo por parte del rey.
Si seguimos en tono popular: muerto el perro se acabó la rabia. Pero esa dialéctica entre anonimato y seguridad de los ciudadanos ha seguido hasta hoy, sumándose además un nuevo factor como es la libertad de expresión. A lo largo de la historia, el anonimato ha respondido principalmente a dos impulsos o deseos: la impunidad bajo su amparo, ya sea con fines o no delictivos, y ser libre para decir y hacer, sobre todo en los tiempos de censuras que siempre nos acechan. Para ello nos han servido las máscaras y antifaces que tanto juego estético y simbólico han dado en numerosos campos que van desde la antropología hasta la seducción.
Piensen en Batman, en los carnavales de Venecia, en los verdugos encapuchados de la guillotina, de nuestro garrote vil, en la tragedia y la comedia del teatro griego, en las máscaras tribales. Quiénes somos como individuos y como especie. La identidad suele ser una cuestión de supervivencia. En latín, persona significa máscara. El escritor y filólogo Mario Staz dice en su nuevo libro que esta tan solo es la extensión de un rostro. En él también expone el significado y simbología que encierra una máscara e incluso el propio rostro de carne y hueso. Un puente entre lo real y lo mitológico. Nuestros rasgos hablan de quienes somos, son nuestra marca de agua.
Me encantan los ejemplos que utiliza Staz al referirse al arte de los chinos para interpretar las caras, la de rama torcida correspondería a una persona imprevisible, malhumorada, hasta hipocondriaca, mientras que la de montaña aludiría a alguien de juicios inamovibles, acogedor y persistente, y la de jade-oval, más larga que ancha, a una personalidad soñadora, al tiempo que posee una fría y exquisita belleza mineral. Y la de pájaro, nos dice el autor citándonos las facciones de Cocteau o Rilke, son síntomas de manía poética, de ser evasivo y de huesos finos, frágiles. Por otro lado, y siguiendo a los presocráticos y a Aristóteles, analizar nuestras facciones conforme a los cuatro elementos de la naturaleza —agua, tierra, fuego y aire— da lugar a caras alargadas como llamas a la redondez aérea o a los ojos sobresalientes de la acuática.
En el siglo XXI, las redes sociales parecen haberse convertido en los nuevas capas y sombreros de ala ancha donde protegerse o liberarse tras el anonimato. Gracias a él es posible no cargar con el peso de la identidad, que nos distingue y diferencia, por un lado, evitando que seamos responsables de nuestros actos y que tengamos que responsabilizarnos de sus consecuencias, pero por el otro otorgándonos la libertad y la privacidad de la que a veces se quiere disfrutar. Muchos de los seudónimos utilizados para movernos por las redes los habremos escogido teniendo en cuenta los símbolos e imágenes que se relacionan con el elemento de la naturaleza predominante en nosotros, como dice Staz parafraseando a Gaston Bacheland, así que habrá muchas lunas de fuego. Pero el vacío legal que hay en nuestro país sobre el anonimato en las redes parece que va a llegar a su fin. La regulación que quiere llevarse a cabo para evitar los delitos de odio, fraudes, amenazas o acoso en ellas, se enfrenta a la tarea de integrar dos derechos a la vez necesarios y contradictorios: la seguridad frente a la libertad. De la manera que se armonicen dependerá cómo navegaremos en el futuro y qué máscaras podremos utilizar.