Es indudable que lo que celebramos en buena parte del planeta en estas fechas de Navidad es muy importante. Las sociedades de raíces cristianas conmemoramos el nacimiento de Jesús, aunque los conocimientos históricos de los que disponemos no nos permiten estar seguros de ello. No pretendo ser irrespetuosa con los creyentes, sino simplemente rigurosa: el Nuevo Testamento no menciona el día del nacimiento del futuro Cristo, y el asunto fue objeto de intensos debates en los primeros siglos del cristianismo, hasta que a mediados del siglo IV se estableció la fecha del 25 de diciembre.
Es probable que aquellos teólogos primigenios quisieran hacer de ese modo un paralelismo metafórico entre Jesús y el sol: en esta época del año, inmediatamente después del solsticio de invierno, nuestra estrella comienza a estar cada vez más presente, y la idea de ese sol iluminándonos bien pudo asociarse a la de la Luz de Cristo esclareciendo el mundo.
Celebramos sin duda algo muy profundo y antiguo. A menudo se han mencionado como referentes las Saturnalia romanas, los festejos en honor a Saturno, dios de la agricultura y la cosecha que, a partir de este momento, vuelven lentamente a la superficie tras su periodo de descanso. Igual que nosotros a día de hoy, los romanos se reunían en torno al 20 de diciembre en grandes banquetes e intercambiaban regalos. Pero la celebración del solsticio de invierno hunde sus raíces en un tiempo mucho más remoto, y parece haber formado parte de culturas muy anteriores a la romana.
Uno de los lugares en los que se puede disfrutar del fenómeno visual del solsticio de invierno es el famoso crómlech de Stonehenge, al sur de Inglaterra, que comenzó a levantarse en sucesivas fases hace más de 5.000 años. Las excavaciones arqueológicas más recientes han demostrado, gracias a los estudios de restos de animales que fueron comidos, que, durante milenios, centenares de personas acudían desde lugares muy lejanos de Inglaterra, Gales y hasta Escocia para reunirse allí a finales de diciembre —lo saben por la edad de los jóvenes cerdos devorados— en torno a grandes fogatas y comilonas seguramente impresionantes, hasta culminar sus festejos con el sol naciente del solsticio.
Hoy nace Jesús, y el sol ya se lanza en su ascenso imparable hasta el verano. Por eso volvemos a casa, y nos vemos con tanta gente, y celebramos nuestros propios banquetes, y nos queremos más que de costumbre —o al menos nos esforzamos por sentirlo así—, y hacemos regalos a muchas personas y le deseamos a todo el mundo que le vaya bien. Termina el momento más oscuro del año —o de la historia de la humanidad antes de que Dios se hiciese hombre—, y comienza la larga etapa gloriosa de la luz.
La fecha está cargada de tanto contenido, pesa de tal manera sobre nuestros hombros, que no siempre resulta fácil cumplir las expectativas. Hay Navidades felices, en las que sientes que todo va bien y que eres afortunada por poder reunirte con tanta gente a la que quieres. Y Navidades complicadas, en las que una ausencia definitiva, por ejemplo, arroja una sombra sobre las celebraciones que ninguna luz del mundo puede conjurar.
A mí me ha tocado este año hacer compatible la Navidad con las sombras. He perdido a tres personas muy queridas y muy importantes en mi vida, dos grandísimos amigos y mi madre. No saben cuánto he echado de menos estos últimos días llamar por teléfono a esos viejos compañeros, hablar lentamente con ellos, como si el tiempo no existiera, contarnos las últimas menudencias de nuestras existencias y mandarnos un abrazo inmenso a través de la distancia con todos los deseos posibles de felicidad, como si mis palabras pudieran derramar realmente salud y bienestar sobre sus vidas, y las suyas sobre la mía.
Y, aunque he dejado escrito este artículo antes de reunirme con mi familia para la cena de Nochebuena, sé que no será fácil juntarnos todos sin la presencia de nuestra madre, que tanto disfrutó siempre de estas fiestas. Pero he hecho un esfuerzo por colocarme en un lugar distinto y tratar de ver las ausencias desde la perspectiva de lo que fueron en mi vida, y no de lo que ya no son ni jamás podrán volver a ser.
He decidido que intentaré sentirme afortunada bajo el peso de sus sombras. Si ahora duelen, es porque antes curaron, iluminaron, hicieron que mi vida fuese más rica y mejor. Me han dejado triste porque antes me dieron mucho tiempo de alegría, de disfrute y de amor del bueno. Así que abro bien los ojos, pienso con toda la calma de la que soy capaz que esta punzada que siento es la consecuencia del privilegio de haberlos tenido en mi vida y trato de disfrutar a fondo de quienes están. A los que hoy se sientan solos, tristes o desdichados —muchos probablemente con razones infinitamente mayores que mis tres sombras— les mando un abrazo y les deseo que el solsticio les traiga mucha luz.