Opinión

La Llorona

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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A ver, lo confieso, nunca fui muy fan de Chavela Vargas. Aunque hace tan sólo unos días me atrapó para siempre. Sabía algo de su historia y había oído sus canciones. Tras verla en alguna entrevista, la consideraba una persona fuerte, con mucha garra y carácter. Pero, a pesar de todo eso, no me había cautivado. Puede ser que yo no estuviese preparada, tal vez me faltara la madurez necesaria para palpar su desgarro y, de ese modo, llegar a comprenderla.

Es lo que pensé al escuchar, de nuevo, La Llorona. Me di cuenta de que formaba parte de la banda sonora de mi existencia y nunca le había prestado la atención suficiente a esa letra repetitiva en la que, de pronto, se desliza un terrible lamento: “La pena y la que no es pena, llorona. Todo es pena para mí”.

Lo curioso es que me puse a cantarla, como si entonara un grito de guerra, junto a otras mujeres en un teatro de Madrid. Daba la impresión de que cada estrofa nos espoleaba y terminamos elevando la voz como un coro tratando de exorcizar tristezas.

La ‘Chamana’ sigue levantando a su público de las butacas. Ahora, en este espectáculo maravilloso que repasa su trayectoria. Hay dos cantantes que se van turnando para representar al mito: Rozalén y Nita de Fuel Fandango. A mí me tocó la primera. Es salir a escena y que la gente enmudezca. Pero, en esta ocasión, hay que destacar también el papel de los que la rodean.

En esta aventura están Luisa Gavasa, Paula Iwasaki, Raquel Varela y Laura Porras. Un elenco que se recrea con la música en directo de Alejandro Pelayo. No se puede decir que haya una estrella. Lo cierto es que el conjunto forma una pequeña constelación que te conduce a un universo onírico en el que, en ocasiones, se confunden vida y muerte.

Salí de allí con otra imagen de Chavela. Yo veía a la señora de pelo cano y rasgos duros, apoyando su cabeza sobre el hombro de Pedro Almodóvar. Y en la representación descubrí que era de Costa Rica (no de México), que su gran amor había sido Frida Kahlo y que, en su juventud, con una belleza inusual, ya lucía pantalones antes de los años 50, mientras se iba emborrachando con tequila por los clubs que recorría con José Alfredo.

Era puro sentimiento, coraje y en sus ojos se aprecia que nació con una herida. Me ha gustado recuperar su figura en estos momentos. Justo cuando se acerca el Día Internacional de la Mujer y se cumplen 50 años desde su reconocimiento por parte la ONU.

Para ello ya se están organizando todo tipo de actividades reivindicativas. El 8-M tiene algo de festivo y liberador. Mola lucir el color morado y poder escupir las injusticias a las que hemos estado tanto tiempo sometidas.

Sé que a muchos les rechina la fecha. A mí, sin embargo, me parece justa y necesaria. Hay a quien le gustaría que siguiéramos calladas y yo prefiero que se nos oiga. Hermanas, madres, hijas y compañeras van del brazo a una manifestación que tratan de desvirtuar con politiqueos, pero que sigue siendo una expresión de lucha.

Si me quieren llamar feminista, no me importa. Chimamanda Ngozi Adiche (Nigeria, 1977), autora de La flor púrpura, dice que la primera vez que la definieron así notó que no era “un cumplido”. La palabra estaba “sobrecargada de connotaciones negativas”.

A mí, desde luego, no me parece un insulto. Más bien, un orgullo. No debería ser necesario autoproclamarse. Tendría que bastar con recordar que sólo se trata de exigir derechos iguales para ambos sexos.

Así que luciré la ‘etiqueta’ mientras la mujer tenga que soportar vejaciones, agresiones y acoso. O mientras continúe siendo víctima de violencia sexual o de género. O mientras sufra cualquier tipo de discriminación o desigualdad económica.

En su ensayo Todos deberíamos ser feministas, Ngozi Adiche dice que lo que más se le enseña a una chica es “a renunciar”. También cuenta que “la cultura no hace a la gente; la gente hace a la cultura”. “Si es verdad que no forma parte de nuestra cultura el hecho de que las mujeres sean seres humanos de pleno derecho entonces podemos y debemos cambiar nuestra cultura”, proclama.

Mientras lo hacemos, me gusta ver a las mujeres caminar por este mundo ayudándose entre ellas. Tejiendo una comunidad en las que nos sentimos respaldadas y protegidas. Desde ahí podemos priorizar nuestros deseos. Ya no somos la generación de la esposa sumisa. Aunque a la mía todavía le cuesta empoderarse. Hay muchos complejos, miedos y un extraño sentimiento de culpa que seguimos acarreando cuando vemos que no podemos o no sabemos llegar a todo. Por suerte, hay nueva savia repleta de voluntad y valentía. Es hora, queridas. Ya hemos llorado bastante.

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