Opinión

La llamada

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Llevo unos días recopilando casos de depresión. Propios y extraños parecen deslizarse cuesta abajo y sin rumbo fijo. Algunos famosos hablan de ello sin tapujos con el fin de ayudar a otra gente que esté pasando por lo mismo, pero el trayecto es sinuoso y no todo el mundo da con una salida. Los que nos hemos adentrado en este estado anímico en alguna ocasión sabemos que no se pueden forzar los tiempos.

Recuerdo que durante una de esas etapas sombrías a mí me gustaba aislarme y repasar poemas que ya conocía. Tenía un efecto medicinal. Obviamente, me agitaban por dentro, pero en eso consistía la ayuda. Me servían para comprenderme mejor.

Si los versos son buenos, procuran consuelo. Eso es lo que decía un hombre sabio llamado Joan Margarit. Le llamaban el arquitecto de la palabra, sumando sus dos profesiones. Su extensa obra es pura emoción sin artificios. Logra atravesar la intimidad y ofrece respuestas. A veces, estas son muy distintas. Es lo bueno que tiene la poesía, que nos interpela o nos habla directamente. No se lee nunca igual, a cada persona le llega de forma diferente y es fascinante adentrarnos en una composición sin saber si vamos a salir siendo los mismos. Su virtud es que se va adaptando al lector, a su edad y a sus necesidades. Los matices van mutando y las interpretaciones pueden ser infinitas.

Esto es lo que sucede cuando se lee a Margarit, un hombre que nació en la Guerra Civil, pasó penurias, conoció el éxito y supo lo que era el sufrimiento de perder a dos hijas, una recién nacida y otra con discapacidad que murió a los 30 años. Cada suceso dejó una marca indeleble en sus textos y, al conocerlas, le dimos acceso al centro de nuestras propias tristezas.

Durante muchos años seguí su trabajo, me alegré de los galardones que le concedían y se me quedaron grabadas dos portadas muy especiales que le dedicaron cuando aún vivía. Una de ellas fue el 16 de julio de 2020 en El Periódico de Cataluña, que dejó de lado la actualidad informativa para apostar a toda página por las maravillosas estrofas que forman ‘De Senectute’. “Se pagan caros los intentos de destruir el dolor porque también está el amor ahí. La inteligencia es salvarlo todo. Que nuestros ojos vigilantes luzcan con esa espléndida inutilidad. Nunca, sin el dolor, podríamos haber amado así”. De esta forma acaba esta pieza que él cedió para rendir homenaje a los fallecidos por el coronavirus. Después, en esas Navidades, llegó una primera de ‘ARA’ con ‘El poema i el mur’. Pertenecía a su último volumen titulado ‘Animal de bosque’.

Falleció el 16 de febrero de 2021. Tenía aspecto de abuelo bonachón y, sin conocerle, sé que era muy generoso. Lo constaté de una forma un tanto extraña. Un amigo mío contactó con él para explicarle que yo era una gran admiradora suya y le pidió que me llamara para darme ánimos -cuando él ya estaba malo y debía ir recogiendo los suyos por el suelo- porque me iba a enfrentar a una operación bastante delicada.

No lo dudó un instante y a mí, de pronto, me sobresaltó un número desconocido en la pantalla del móvil. Estaba llegando a casa, pero ya no subí. Estuve deambulando 45 minutos por el barrio, sin ver las calles ni los edificios. Fue lo que duró la conversación. En ella, solo estaba pendiente de su voz de trueno. La que me sirvió para reconocerle porque al decirme su nombre, pensaba que me estaban gastando una broma.

En esa charla de dos desconocidos se generó la complicidad que se da entre enfermos. Con la mayor naturalidad del mundo, me contó que le habían diagnosticado un linfoma y se lo habían empezado a tratar tarde por culpa de la pandemia. Todos nos tuvimos que confinar y, durante esos meses, él estuvo curándose el cáncer con paracetamol. También me comentó que ya le habían dado varias sesiones de quimio sin resultado. “Lo que tenemos dentro es un asesino y nosotros le mandamos un sicario que por el camino va matando todo lo demás”. No olvidaré jamás semejante descripción. Envidié su templanza. Sus reflexiones eran una lección y fui tomando notas mentales que me siguen siendo de ayuda.

Esto que relato aquí no son detalles privados. Él los fue desvelando en algunas de las entrevistas que le hicieron tras obtener el Premio Cervantes. No ocultaba su situación y pensó que su experiencia me podía valer. Solo una persona muy bella puede tener un gesto semejante. Me habría encantado devolvérselo, pero ya no hubo tiempo.

Al colgar, lloré de felicidad. Pocas horas después recibí un aviso del hospital. Tenía que hacerme una PCR esa misma tarde. Ingresé unos días después y no se me olvidó meter su antología en la mochila. De vez en cuando la abría para respirar un poquito mejor. Tal vez ahora le venga bien a alguien más. Hoy es Sant Jordi y no hay mejor fecha para regalar a Margarit. Él será eterno en sus poemas y en nuestros corazones.

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