Un rostro goyesco, representando el dolor de las víctimas de los fusilamientos del tres de mayo con piezas de LEGO, es algo que sólo podría realizar Ai Weiwei. Sin saberlo, quizás, estaba haciendo cine. Esa teatralización de la escena, las perspectivas secuenciales, el control de la luz o los personajes decorativos, son técnicas cinematográficas que cualquier director emplea. Podríamos incluso aventurarnos y sostener que el cameo del artista chino en la obra de Goya supone un remake, pero, como toda buena película, de vocación universal.
Decía Brigitte Bardot que el arte no es nada, que “el arte eres tú”. Si la historia no te interpela se convierte en anécdota, y la guerra de independencia española interpela a toda persona porque supone un clamor por la libertad, contra la opresión. Una libertad que en el cine es creatividad, talento y oportunidades.
Goya no lo tuvo fácil y, antes de ascender en la Corte y acceder a la pintura de Velázquez, fue rechazado en varias ocasiones. Viajó a Italia para formar su mirada, más allá de la academia. Ese fue un instante decisivo, como diría Cartier-Bresson, en su carrera. Hoy ese viaje sería un Erasmus. Y todos los días, sin saberlo, cientos de personas celebran las oportunidades de Goya al contemplar sus cuadros, o su legado: a través de directores de fotografía como Néstor Almendros; de directores de cine como Stanley Kubric o Alfred Hitchcock; o de películas como Mr. Arkadin (1955) de Orson Wells. Una película, por cierto, grabada en parte en España, donde la teatralidad goyesca se observa en una mascarada filmada en el actual Museo Nacional de Escultura, en Valladolid. Entre los figurantes estaba incluso Miguel Delibes. Orson Wells se empapa de la tradición española para representar a los personajes como actores dentro de la película, una fractura de la cuarta pared, por cuanto los actores de teatro ya en Grecia actuaban con máscaras. Se les denominaba hipócritas, porque eran expertos en el arte del fingir.
Esta difusión entre la realidad y la ficción, entre la obra y el espectador, entre el escenario y el encuadre, forman la escena que cada año celebramos en la Gala de los Goya, el encuentro ecuménico de la industria del cine, en sus especialidades técnicas y creativas, si acaso no son parte de un todo indisoluble. Y celebramos la originalidad, es decir, la vuelta a los orígenes, pero adaptada al momento actual, a nuestra comunidad actual. Que no es perfecta, y bien merecería una sátira, como Los Caprichos de Goya, como bien reinterpretó Dalí.
Pero si Goya nos cuenta algo del cine, es que las grandes tramas de lo humano son comunes a toda época, y la libertad consiste en descifrarlas con los códigos actuales. De los códigos del zaragozano salió romanticismo, surrealismo, impresionismo y expresionismo, pero sobre todo la idea de la oportunidad. La oportunidad de crear, buscando la verdad, de documentar, buscando la historia, no la historiografía, y generando espacios de libertad para la crítica y la reflexión.
Los premios Goya de Granada deben seguir siendo un espacio de libertad, de promoción del talento, de reconocimiento de la veteranía, de darse la mano, y no solo entre artes, sino entre ciudadanos, como hacía Goya con la crítica de lo desigual.
No diré yo, como Fernando Arrabal, que los premios Goya no sirven para nada, o que son una humillación de la mayoría (de no premiados), porque fingir, hasta la alegría, sirve para proyectar una realidad posible, la alegre. Porque el trabajo de un actor es generar marcos de libertad, y ofrecer códigos nuevos para viejos dilemas. Porque todos hemos sido rostros de víctimas y verdugos en obras de Goya, justamente para saber que la virtud, en este caso, se alcanza con oportunidades y trabajo profesional.
Por más oportunidades y celebraciones, permítanme decir, ¡ha muerto Goya, vivan los Goya!