Escribió Oscar Wilde, allá por el siglo XIX, que el arte es inútil.
Eugene Ionesco, dramaturgo francés del siglo XX y uno de los representantes del teatro del absurdo, declaró que «si es absolutamente necesario que el arte o el teatro sirvan para algo, será para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada y que es indispensable que las haya».
En 2006, Paul Auster, el escritor norteamericano que falleció hace tan solo unos meses, aseguró al recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Letras que el arte es inútil y en esa inutilidad reside su valor. «El arte es inútil, pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? Yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad».
Según la RAE, útil es aquello que proporciona provecho, comodidad, fruto o interés. Entonces, para considerar la utilidad del arte deberíamos preguntarnos qué provecho, fruto o interés nos proporciona. ¿Qué provecho tiene el arte en nuestras vidas, en cualquier vida?
Si tuviera que buscar, porque me viera obligada a hacerlo, una utilidad al arte diría que aparte del placer que proporciona per se, el arte nos sirve para conocer, para conocernos, para aprender. El arte es fuente de conocimiento y una fuente inagotable de autoconocimiento, nos dice quiénes somos en cada momento de nuestras vidas. El arte nos sirve para reflexionar y para conmovernos. Tan saturados como estamos de información, es a menudo a través del arte como logramos parar nuestra mirada y nuestro pensamiento en determinadas cosas.
Pero no quiero hablar de la utilidad del arte. Todo lo contrario. Porque me pregunto: ¿por qué todo tiene que servir para algo? ¿Quién decide qué es útil y para qué?
¿Acaso, en una sociedad utilitarista como la nuestra, hacer cosas cuya utilidad (o utilitarismo) no se percibe, por ejemplo, dedicar tiempo al arte, no es lo que nos diferencia de otras especies animales? ¿Por qué no podemos dedicar tiempo a lo que no tiene utilidad?
Los hombres no somos sino una especie animal más que vive en este planeta. Como animales que somos nos rigen las mismas leyes de supervivencia que al resto. No podemos subsistir sin aire, sin comida o sin agua. Yo añado: no podemos vivir sin arte.
Por supuesto hablo del arte fuera de lo que es el mercado del arte, que como mercado que es, se rige por sus propias normas y funciona en base a la obtención de unos beneficios para las partes implicadas. Hablo del arte que está al alcance de la mano de cualquiera de nosotros, como creadores o como receptores de la obra artística, de las obras artísticas.
¿Qué seríamos si nos limitáramos a comer y beber y subsistir? ¿Acaso no es el arte lo que nos distingue de otras especies animales y nos proporciona otro tipo de vida más allá de la mera subsistencia, una vida que trasciende la biología? ¿No es el arte lo que nos hace esencialmente humanos?
Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, dijo en su discurso al recoger el galardón en 2010 que «un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños». Eso es lo que seríamos sin deseos, sin sueños, sin arte. Autómatas.
El arte, como escribió Nietzsche, nos sirve para no morir de realidad. Salgamos de nuestra realidad a través del arte. Vivamos nuestros deseos, nuestros sueños, vivamos otra vida o la nuestra, pero de otra manera a través del arte.
Yo seguiré deleitándome con las pinturas de Monet, las acuarelas de Turner o la música de Chet Baker. Seguiré leyendo y releyendo libros y poemas. Volveré a ver películas que he visto tanto que ya ni recuerdo el número de veces…. Te propongo que hagas lo mismo. Lee de nuevo esa novela, ese poema. Escucha de nuevo esa música. Vuelve a mirar, como si fuera la primera vez, o la última, esa pintura o esa fotografía. Busca esa película y dedica la tarde a verla. O pinta, escribe. Todo esto que te propongo no son lujos. Para mí no lo son. Para mí es una necesidad. Piénsalo, quizá para ti también.
Para terminar, vuelvo a Oscar Wilde. Le tomo prestada otra de sus frases para seguir rindiéndole honores: a mí dadme lo superfluo, que lo necesario todo el mundo puede tenerlo.
Ah, lo superfluo, esa cosa tan necesaria, que decía Voltaire.