A muchos padres les resultará familiar esta escena: Carlos llega del instituto, tira la mochila sobre la cama o directamente en el suelo y, sin apenas saludar, da un portazo y se encierra en su cuarto. ¡PLAS! Cuando la comida está preparada, esa puerta, que suena como si pesara quinientos kilos, se abre y el adolescente sale. Durante la comida no habla, y el resto de familiares se esfuerza en preguntarle ¿qué tal las clases?, ¿vas a ir hoy a baloncesto?, ¿qué tal va tu amigo? Las respuestas suelen ser monosílabos acompañados de expresiones que viran entre el desinterés y el fastidio. Cuando Carlos termina de comer, deja su plato en la pila y se vuelve a encerrar tras esa puerta que parece de acero blindado… hasta no se sabe cuándo. ¡PLAS!
Podríamos pensar que, al menos, Carlos no está en un parque tirado haciendo vete tú a saber qué cosas. Tampoco está con malas compañías. Nos reconforta la idea de que, dentro de ese búnker, parece que está a salvo y además disfruta de cierta “intimidad”. Pero nada más lejos de la realidad: al mismo tiempo que esa puerta se cierra, Carlos abre otra silenciosa, incorpórea y liviana llamada “pantalla”, que le expone a un universo infinito de contenidos violentos, algoritmos sin escrúpulos, youtubers misóginos, depredadores sexuales, delincuentes, foros de odiadores, imágenes de sexualidad violenta y rituales de masculinidad tóxica. Una peligrosa pandilla con la que pasa horas y horas sin ningún tipo de protección ni defensa.
Por si eso fuera poco, en esos espacios Carlos está sometido a una evaluación constante. Cada interacción que hace es cuestionada, criticada y puntuada. Todo el mundo (y esto incluye a millones de personas desconocidas y a bots que no son personas) puede emitir juicios sobre quién es y lo que hace. Juicios que quedarán grabados para siempre y que también verán otras personas. Comentarios entre los que se incluyen insultos, amenazas, burlas y memes y que seguirán ahí al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente.
Todo eso, en una etapa de la vida en la que a Carlos aún no le ha dado tiempo a desarrollar una capacidad crítica, ni a obtener seguridad en sí mismo. Una edad en la que lo único que busca es encajar. ¿Piensan ahora que ese sonido de la puerta cerrándose nos debería dejar tranquilos o que, por el contrario, nos debería alarmar?
Ahora imaginen a Paula. Una adolescente de la misma edad de Carlos que también pasa horas enteras encerrada en su cuarto y conectada a esa misma esfera virtual. Como mujer, Paula también ha aprendido en las redes sociales que, para ser valorada, debe encajar en un canon y realizar unos rituales muy concretos. Debe tener un cuerpo delgado y exuberante, estar disponible sexualmente y ser muy caliente. Necesita someterse a rutinas de belleza desde los ocho años de edad y gastarse mucho dinero en su apariencia. Los cientos de comentarios que recibirá solo se referirán a su aspecto físico. Comentarios que ella debe tomarse como premios y no como una forma de cosificarla. Paula aprenderá también que la sexualidad consiste solo en dar placer a los hombres y que la violencia que la acompaña es completamente normal.
Toda esta problemática está recogida a la perfección en una de las series del momento: Adolescencia, dirigida por Philip Barantini y disponible en la plataforma Netflix. Cuatro capítulos que sacuden por su crudeza, pero también porque son una bofetada de realidad. Escenas y diálogos que nos interpelan, a las personas adultas, y nos señalan como responsables del mundo digital y nocivo en el que hoy se relacionan los menores.
Esta serie, que debería ser de obligado visionado para todos los adultos, retrata temas tan importantes como la falta de comunicación y de entendimiento entre las generaciones. A través de cada personaje, realiza una descripción detallada de la masculinidad tóxica, que no solo afecta a los hombres jóvenes, sino también a los adultos que demuestran tener serios problemas para gestionar sus emociones, reconocer su vulnerabilidad o abrazar a sus propios hijos. Expone claramente la objetificación de las mujeres en las redes y el impacto negativo que tiene en sus relaciones. Alerta sobre los peligros de las pantallas. Y, sobre todo, denuncia la inercia y la falta de acción de las personas adultas, ya sean padres, madres, profesorado o quienes deben regular debidamente estos espacios y no lo hacen. Ante esta situación y siendo los únicos responsables, deciden en muchos casos, lamentarse, encogerse de hombros y mirar para otro lado.
Muchas personas se escandalizan ante la deriva de los jóvenes, pero, ¿qué esperábamos? Hemos creado un universo altamente adictivo y lleno de peligros, en el que no hay ningún tipo de regulación ni protección y les hemos abandonado en ese espacio.
Pensamos que, por tener una puerta de por medio, los menores están a salvo. Pero algún día, cuando sean mayores y tomen consciencia de lo que ocurrió en su adolescencia nos pedirán explicaciones. Esa puerta cerrada no implica protección, es solo una excusa para no hacernos cargo.