La noche de Reyes simboliza uno de los días de más ilusión del año, especialmente para los más pequeños, esa ilusión que, a veces, con la edad, algunos van perdiendo. ¿Qué niño o niña no ha escuchado alguna vez a los Reyes Magos poner sus juguetes en el salón sin atreverse a moverse de la cama por si desaparecían sin dejar nada en su zapato? Los más imaginativos siempre aseguran, incluso, que los han visto a ellos o a sus camellos. Y, cuando esa misma noche, o el día seis, se descubren los regalos, las caras lo dicen todo. He de confesar que hubo unos años que mis Reyes andaban bastante despistados respecto a los regalos que yo pedía y llegaron a dejarme tres veces consecutivas un juego de magia que, a mí, la verdad, ni me iba ni me venía. La caja en cuestión traía su varita, sus conejitos de espuma que se multiplicaban cuando abrías la mano después de tenerlos estrujados cuando estaba cerrada, y algunas cartas que nunca aprendí a manejar muy bien, pero lo importante era el momento de entrar en salón a descubrir los regalos. Lo que más me ha gustado siempre en mi casa es el ritual con el que entramos en el salón alrededor de las diez de la mañana, cuando la paciencia de los más pequeños está ya al límite de lo tolerable esperando a los adultos. Nos ponemos en fila de menor a mayor y cantamos dos veces una tonadilla que ha ido pasando de padres a hijos: “de parte de los Reyes, la orden vengo a dar, que estamos todos despiertos, y ya podemos pasar”. Mientras suena la canción, la puerta del salón se abre y, entre gritos y risas, cada uno va buscando su zapato, una empresa nada fácil a veces, habida cuenta de que somos unas treinta y cinco personas las que tenemos que localizar nuestros regalos. Los años van pasando, pero la ilusión de ese momento es siempre la misma porque, en parte, nos retrotrae a nuestra propia niñez, a esa edad en la que creíamos en todo y todo se consideraba posible.
Quizá porque yo disfruté de esa niñez feliz, me entristece saber que hay quienes nunca vivieron ese entusiasmo de la noche de Reyes, y que algunos siguen sin vivirlo. Recuerdo, por ejemplo, el poema de Miguel Hernández, Las abarcas desiertas, en el que contaba la desilusión que sentía cada seis de enero al ver que ni Melchor, ni Gaspar ni Baltasar habían visitado su pobre casa: “Por el cinco de enero, para el seis yo quería que fuera el mundo entero una juguetería (…) Ningún rey coronado tuvo pie, tuvo gana para ver el calzado de mi pobre ventana (…) Y hacia el seis, mis miradas hallaban en sus puertas mis abarcas heladas, mis abarcas desiertas.”
La noche de Reyes nos recuerda que hubo tres Magos que adoraron a un niño por ser rey, dios y hombre, y que ese niño simboliza la esperanza de un mundo mejor para el que quiera verlo. Que con el paso de los años no perdamos pues esa mirada infantil porque, como decía el escritor francés Guy de Maupassant, “la dicha está sólo en la esperanza, en la ilusión sin fin.”