Opinión

La falta de buenas noticias

Voluntarios en Alfafar (Valencia)
María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Primero fue la covid, después las guerras y ahora nos está pasando factura la tragedia causada por la DANA. La avalancha de información negativa nos envuelve y arrasa. Llega un momento en el que no podemos ver más imágenes devastadoras ni queremos conocer más detalles. Mucha gente apaga la tele o se desconecta de las redes sociales para no contaminarse. La violencia, el odio y la manipulación se extienden por ellas en momentos así. No es por falta de empatía. Al contrario, nos afecta tanto que está en peligro nuestra salud mental.

Hace unos años, tras volver del confinamiento, propuse a mis compañeros de redacción dar a conocer todas las semanas una buena noticia. Pensé que, de esa forma, podríamos reconfortar a los demás. La experiencia no funcionó. Durante un tiempo dimos, sobre todo, avances científicos. Eso, sin duda, alegra a cualquiera. Sin embargo, pronto comenzamos a debatir si algo valía o no la pena y dudábamos constantemente sobre si un tema merecía dicha categoría. Incluso llegamos a sopesar si una cuestión agradable y bonita lo era realmente para todo el mundo.

Al final, desistimos. Tuvimos que reconocer y aceptar que no era fácil. Existe algún medio especializado en recopilar historias positivas y sé lo que cuesta. Lamentablemente es como dar con una aguja en un pajar.

Ahora, con toda la atención centrada en Valencia, sigo buscando algo bello a lo que aferrarme. En esta ocasión, me quedo con todos esos jóvenes que arriman el hombro. Están dando una lección de solidaridad. Desde todos los puntos de España se han desplazado para ayudar a las familias cuyas pérdidas son incalculables. Admiro su dedicación, su fuerza y el ánimo que contagian. Atienden a personas mayores, arrastran muebles, barren las calles. Llenos de barro y sudor. Algunos abatidos, otros sin desfallecer. Todos juntos demostrando que no son una generación perdida como muchos dicen.

Nuestra cotidianeidad no puede verse continuamente empañada por un velo de tristeza. Nos hace falta un espacio seguro en el que reposar mentalmente. El cerebro no puede estar sometido a este bombardeo constante de fake news y declaraciones miserables. Yo suelo refugiarme del ruido en algún libro. Pero, a veces, ni de esa forma se frenan los pensamientos. Si no soy capaz de adentrarme en una trama, tengo claro que el relato es malo o algo me pasa. Me pongo mustia, como dice una amiga.

Por eso, últimamente prefiero leer algo más ligero. Estoy con algún cómic y me he vuelto a enganchar a Mafalda. El otro día me enteré de que su escultura llegaba a Madrid y, al menos, eso me arrancó una sonrisa de ternura. La icónica niña creada por Quino se encuentra ahora en el barrio de Arganzuela. Está en la Casa del Lector, situada en el espacio cultural de Matadero. Allí está sentada en un banco, igual que en Buenos Aires, su lugar de origen. Con su vestido rojo, su lazo en el pelo y sus zapatos negros con hebilla. Pienso en todos esos visitantes que a partir de ahora se acercarán hasta allí para hacerse fotos y, tal vez sin quererlo, conecten con su mensaje pacifista.

Aunque, la verdad, sus tiras no tienen nada de liviano. Invitan a reflexionar. Recuerdo una viñeta en la que llamaba a su casa un vendedor de lavadoras. Ella salía a recibirle y cuando el señor le daba el nombre del electrodoméstico, Mafalda le dejaba totalmente chafado con una simple pregunta. “¿Lava conciencias?”, le comentaba y él ponía cara de póquer. Igual que las que nos encontramos en la política española.

Siempre he dicho que aquí no se conjuga el verbo dimitir. Hay casos contados y siempre forzados. A nadie se le cae la cara de vergüenza desde el día 29 de octubre. Hay quien dice que no es la hora de exigir responsabilidades. No lo tengo tan claro. Ya no es sólo por las víctimas, también es para evitar que se entierren en el fango los valores.

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