Hace unos días estaba esperando a que me atendiera el médico y una señora de 73 años me contó todos sus achaques. Estuvimos bastante entretenidas hasta que nos llegó el turno. Eso parecía una competición. Yo le decía que tenía fastidiada la rodilla y lo suyo era toda la pierna. La mujer sufría muchos dolores, pero me comentó que no pensaba dejar de ir a bailar. Me explicó que para ella la música era alegría y que le servía de impulso en la vida. Me recordó a mi madre, que recién operada tiró las muletas por el aire para darlo todo en la pista. Era mi boda y no se podía desaprovechar la ocasión. Siempre hubo prioridades.
Al salir del centro sanitario, pillé un autobús que iba hasta arriba. Entre apretujones logré hacerme fuerte y sentarme en un sitio de esos en los que van cuatro pasajeros mirándose de frente. En una parada, uno de ellos se levantó de forma tan abrupta que nos golpeó a todos al bajarse. Eso hizo que se elevara una queja unánime y de ahí arrancó otra conversación en la que también me vi envuelta. Sin que yo preguntara nada, un señor me indicó que “por desgracia” él tenía que desplazarse en transporte público. Hizo hincapié en que no disponía de mucho dinero y lo enlazó con el tema de las pensiones.
No fue la última charla. Todavía hubo otra más porque, antes de llegar a casa, pasé por un supermercado y allí una chica se puso a hablar conmigo de comida sana y batch cooking. Menos mal que una tiene idiomas… Nos quedamos un rato intercambiando recetas y tan a gusto. Ella me hablaba mucho de proteínas y yo de especias. Todo bien. Casi quedamos para escribir un libro de recetas.
Una sociedad solitaria
En los tres casos me despedí de mis interlocutores con una sonrisa. Fue agradable compartir esos tres momentos con desconocidos. Seguramente no volveremos a coincidir más. Si no eres un borde integral o se apodera de ti la timidez, me parece sano interrelacionarse.
Luego, ya por la noche, pensé en lo curioso que había resultado todo. No es lo habitual. Llegué a la conclusión de que cada vez hay más personas que se sienten solas o que simplemente necesitan verbalizar lo que se les pasa por la cabeza. Viene bien comprobar que uno es un ser humano dentro de este mundo de prisas y redes sociales.
Además, me pareció detectar que a la gente le hace falta consideración. Al principio, ególatra de mí, pensé que yo era muy maja, accesible, simpática y, por supuesto, debía tener grandes dotes de psicóloga. Algo que seguramente muchos apreciaban a simple vista y, por eso, se me acercaban para contarme su vida. Pero esos no son mis atributos y hay que reconocer que el intercambio de comentarios y opiniones fue recíproco. De modo que, a lo mejor, yo también requería algo de interés. Tal vez un simple instante, lo justo para seguir adelante.
Una semana después de lo ocurrido, durante una discusión, alguien me espetó que yo nunca escuchaba lo que me decían. Me quedé estupefacta. Perdona, me dije, eso es imposible. ¡Cómo iba a ser eso verdad si se me daban de maravilla los extraños! Puede que ahí radicase el problema. Tal vez sea sencillo entablar una conversación con el vecino del octavo y muy complicado con los que tienes cerca. Ellos, sin duda, son los primeros que se pueden sentir frustrados o incomprendidos.
Tanto ruido que nadie escucha
Desde luego hay muchas diferencias entre oír y escuchar. Lo primero es “percibir por el oído los sonidos”. Lo segundo, “prestar atención a lo que se oye”. Es lo que pone en el diccionario. No son sinónimos.
Así que ahora me he propuesto atender, cuidar y comprender. Otros verbos. Distintos. En los que va implícito todo esto de lo que venimos hablando. Vayamos un paso más allá y que nuestras acciones se llenen de voluntariedad y capacidad de empatía. Sólo de esta forma se logra la comunicación.
“Últimamente, en España, y supongo que también en otros sitios, el aire está tan lleno de palabras que es imposible oír otra cosa que el ruido que estas producen. Parece como si todos se hubiesen puesto de acuerdo en ahogar con sus palabras las voces de los demás”, cuenta Julio Llamazares en el prólogo de un libro que recopila sus artículos. Me da rabia comprobar que da igual el tiempo que pase porque la descripción se sigue ajustando a nuestro mundo político, empresarial y social.
“Si de alguna manera tuviera que definir la época en la que estamos viviendo, sería como un tiempo en el que hay tanto ruido que nadie escucha a nadie, ni siquiera a sí mismo”, proclama Llamazares. Y aquí hay un eco que me deja inquieta. Lo releo y analizo el contenido. Tal vez tenga razón y deberíamos empezar por el principio, valorando lo que tantas veces trata de expresar nuestro cuerpo o lo que significan nuestros sentimientos. ¿Por qué no les hacemos caso? Yo lo haré. Prometo estar pendiente de mis señales y escuchar mejor a los demás. A cambio sólo pido que a mí también me escuchen porque, sin duda, es la mejor señal de respeto.