Opinión

La culpa

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Un chico de 13 años es acusado de matar a una compañera del colegio. Con este argumento arranca Adolescencia. Se llama Jamie y su nombre no se te va a olvidar. Tiene cara de pillo, pecas y una mirada inocente que da escalofríos. Es infantil y se da por hecho que ha cometido acciones propias de un monstruo. Owen Cooper interpreta el papel y resulta creíble, duro y absolutamente brillante.

Todo el mundo habla de esta miniserie británica de solo cuatro episodios: uno dedicado a la detención, otro a la investigación en el centro escolar, el que se centra en la entrevista con la psicóloga que le debe evaluar y, por último, se aborda la situación en la que se encuentra la familia un año después.

Me quedo con el tercero. Aunque todos te revuelven por dentro. Ya, para empezar, por el drama que sacude a los padres y a su hermana que reciben la noticia y no se lo pueden creer. No comprenden nada. ¿Cómo puedes reconocer en un acto violento a aquel que enseñaste a caminar de la mano?

Yo, a veces, he pensado que, de encontrarme en una situación así, siempre preferiría ser la madre de la víctima que la del verdugo. El dolor de la pérdida debe ser terrible, pero no me puedo imaginar el sufrimiento de esos progenitores que tienen en casa al que ha cometido el delito. Las personas que han educado y criado a una persona que comete un crimen semejante no pueden dejar de sentirse responsables.

De todas formas, no es lo único destacable de la trama. Hay varias paralelas que denuncian el uso descontrolado del porno, las redes sociales, el acoso, las humillaciones y la cultura incel. En un momento dado empiezan a hablar en chino para los de mi generación. Citan la manosfera, un ecosistema que propaga ideas misóginas, y la regla 80/20, que consiste en que la mayoría de las mujeres solo se sienten atraídas por ese pequeño porcentaje de hombres. Todo plagado de emoticonos con un lenguaje propio y secreto para los adultos.

Además, todo esto se rueda en plano secuencia. Algo que técnicamente resulta impactante. Sobre todo, una escena que nos traslada en segundos desde la escuela al lugar de los hechos con el vuelo de un dron. Esta herramienta narrativa logra impresionar al espectador e involucrarlo en la historia. En ella se entrecruzan varios detalles sutiles. Hay rostros contenidos, expectantes, sorprendidos o aterrorizados que valen más que cualquier diálogo. Gestos que son significado y llenan la pantalla de emoción.

Los guionistas de este thriller psicológico, Stephen Graham y Jack Thorne, lo escribieron tras conocerse varios casos de asesinatos cometidos por niños en su país. No querían centrarse en uno específico. Su intención era abrir el debate y analizar los peligros de la radicalización en Internet.

Lo han logrado. Tras verla, todo son preguntas. ¿Qué entienden los adolescentes por masculinidad? ¿Qué tipo de información tóxica les está llegando? ¿Por qué miramos hacia otro lado? ¿Conocemos realmente a los que nos rodean? ¿Por qué sale en el informativo que un crío ha cometido una agresión sexual solo o en pandilla y nos cuesta tanto asimilarlo? También te planteas de quién es la culpa. ¿Del niño, de sus parientes, de sus amigos, del entorno social o de la educación recibida?

En cada capítulo hay críticas feroces y, al final, el conjunto nos presenta un acto indefendible. Aunque, por desgracia, llegamos a comprender la manipulación a la que ha sido sometido el protagonista y las razones que desatan su rabia. Por eso, se puede prescindir del colofón con un juicio. Cada espectador se encarga de dictar sentencia.

La gente lleva días comentando el argumento y se muestra horrorizada. Olvida que hace nada tres menores asesinaron en España a una educadora social. Belén Cortés tenía 35 años y su fallecimiento dejó en evidencia la inseguridad que sufre este colectivo en su trabajo y las deficiencias del sistema.

Convivimos con este tipo de sucesos y, sin embargo, nos indignamos cuando nos los exponen. Nos avisan y luego nos lamentamos de lo que ocurre. A mí, sin ir más lejos, me advirtieron hace un mes de las amenazas que se cernían sobre mi hija.

Su tutora de clase aprovechó la típica reunión para decirme que, a su edad, ya tenía que empezar a controlar lo que veía y hacía en la tablet o en el móvil que le dejábamos. No había pasado nada en concreto con ella, pero comentó que ya estaban detectando problemas con pequeños de otros cursos y era conveniente estar vigilantes.

Al salir pensé que ya de bebés les damos un aparato para que no nos molesten. ¿Cómo les quitamos después su juguete? Deslizan los dedos para cambiar los dibujos de Bob Esponja al tiempo que se recolocan el chupete y, al crecer, te dicen que todos los demás ya llevan teléfonos de diseño y que ellos son bichos raros por no tenerlos.

De modo que ahora tengo que supervisar sus conexiones, aplicaciones y conversaciones. Ves que se ciernen sombras, pero dudas. Lo consideras una intromisión en su intimidad, recuerdas que a ti no te gustaba nada que te espiaran… Lo rechazas de plano, pero debes hacerlo. Aunque el control parental llegará a su fin.

Da miedo no saber lo que se mueve por ahí afuera y toda precaución es poca. Son vulnerables. Esponjas que absorben sin ningún filtro. Me gustaría construir un mundo seguro, pero soy consciente de todos los riesgos que existen. Es tal su inmensidad que habrá ocasiones en las que no podremos evitar que sufran presiones, se pierdan y desemboquen en su propia tragedia.

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