Censurarnos es permitir que la ideología se interponga entren nosotros y la realidad. Mala cosa. Me considero una liberal escéptica. Mi liberalismo es la búsqueda de la libertad, el humanismo y la razón. Por otro lado, el escepticismo científico (o escepticismo racional) es una posición práctica, filosófica, científica y epistemológica en la que se cuestiona la veracidad de las afirmaciones que carecen de pruebas empíricas suficientes. O sea que, sin tocar los puntos básicos de mi liberalismo, si alguien me ofrece pruebas concluyentes de un error, cambio muy agradecida cualquier opinión. Cualquier opinión, insisto.
Ahora mismo mi opción de voto es el centro derecha. ¿Por qué? Pues porque las tonterías más grandes -la superstición o la pseudo ciencia- las veo mucho más representadas en la izquierda. Incluso en el centro izquierda. Y mi caso está lejos de ser minoritario. Como dice el periodista Alejo Shapire, que ha escrito un libro, “El secuestro de Occidente”, sumamente recomendable: “La censura, el puritanismo y la intolerancia han cambiado de bando”. Les citaré solamente unos ejemplos, pero muy representativos. Cuando estalló la pandemia de COVID-19, críticos inteligentes y bien informados de las políticas de confinamiento, como el profesor de Stanford Jay Bhattacharya, fueron silenciados. A instancias del gobierno de Biden, estos críticos fueron incluidos en la lista negra de las redes sociales, y YouTube eliminó los videos que los mostraban. Kathleen Stock, una profesora de Oxford, tuvo que dimitir por las presiones de unos alumnos que no soportaban que afirmase que una “mujer” trans no es una mujer. La escritora Lucía Etxebarría denunció desde su Twitter y en sus artículos los abusos de la ideología trans y ha pagado gravemente las consecuencias. El bioquímico y experto en genética, Martín Endara Coll, denunció a través de sus redes sociales haber sido expulsado de las Conferencias PRISMA en la Universidad de Barcelona en noviembre del 2022. Son conferencias dirigidas principalmente a demostrar que el sexo es una ¡construcción social! La psicóloga Carola López Moya, autora de “La secta. El activismo trans y cómo nos manipulan”, fue la primera persona en toda España a la que se le abrió un procedimiento sancionador por las denuncias de la Asociación de Transexuales de Andalucía y la Asociación Española contra las Terapias de Conversión. Se manifestaba desde la ciencia en contra de los procedimientos llamados de “cambio de sexo”.
Corporaciones y gobiernos, también en España, han lanzado protocolos del tipo DEI (diversidad, inclusión e inclusión), en las que empleados públicos y de algunas empresas se ven obligados a adoptar y promover conceptos científicamente cuestionables para conservar sus empleos.
Como era de esperar, todo esto ha tenido un efecto paralizante en nuestra cultura. Ahora, en parte, está disminuyendo esta presión por saturación y por la evidencia del daño causado. Otra razón es que las empresas (por ejemplo, Disney y sus fracasos recientes) se están dando cuenta de que adoptar una mentalidad tan absurdamente progre (woke, si quieren) no es tan beneficioso para sus resultados como esperaban. Sin embargo, el problema está lejos de haber desaparecido. Los académicos aún son evaluados por su ideología, por lo que a muchas universidades ni se les ocurriría contratar a un profesor que no escondiera ser de derechas. Lo mismo en el mundo audiovisual. Como dijo hace poco Toni Cantó en una entrevista: “sigue siendo (el mundo del cine) mayoritariamente de izquierdas, y conozco a muchos actores de centro o de derechas que no salen del armario por miedo”.
Toda esta conducta censuradora es nefasta. Erosiona nuestra cultura de libertad de expresión, genera miedo y desconfianza, y desmorona los cimientos de la sociedad civil. La democracia, en una palabra.