Hace muchos años estuve en Veracruz (México) cubriendo una cumbre. No recuerdo cuál era. Eran tantas y tan seguidas que las confundo un poco todas. Eso sí, de esta no olvido la historia que voy a relatar, además de las tanquetas dispuestas por la playa (velando por nuestra seguridad), los cables de la radio enredados, las persecuciones para conseguir un canutazo sin gran valor informativo, las dieciocho horas de trabajo del tirón y, por supuesto, las trescientas mil crónicas que tenía que mandar. Soy hiperbólica, lo sé. Pero tengo amigos de aquella época que lo pueden corroborar.
Por suerte, antes de regresar de aquella locura me escapé del hotel a las seis de la mañana para dar un paseo. Así, me adentré en un paisaje azulado, de tonos un tanto irreales, en el que el mar, como una balsa, se fundía con un cielo infinito. Anduve durante mucho tiempo sin rumbo fijo, hasta llegar a la zona portuaria. Desde aquel lugar, tras observar las redes de las barcas, descubrí a lo lejos el letrero de un local legendario: el Gran Café de la Parroquia.
Había llegado al centro histórico y necesitaba una pausa. De modo que entré, me senté en una mesa redonda y pedí “un lechero” (lo que ponía en un cartel) al camarero que surgió por sorpresa desde detrás de una columna. Iba impecable con su levita blanca, su pantalón negro, haciendo equilibrios constantes para no soltar la servilleta que descansaba sobre su brazo.
Presencié su baile mientras situaba frente a mí un vaso inmenso con un escaso fondo de café. Lo rellenó con leche hasta arriba, vertiéndola con una jarra de latón desde lo alto, tal y como nosotros escanciamos la sidra, formando una fina espuma blanca que venía a coronar mi bebida.
Era temprano y había poca gente. En una mesa cercana había una señora mayor que captó pronto mi atención. Iba muy maquillada, con chaqueta y falda grises. Llevaba el pelo cardado y recogido en un moño. Además, lucía unos gigantescos pendientes de perlas. En el cuello, una pequeña estola con un broche. Era enclenque, pero su rostro no era el de una mujer frágil. Su mirada parecía concentrada en el vacío, como si estuviera interpretando el papel de su vida. Sus manos sostenían una tostada que no probaba y en la mesa reposaban varios platos tapados. De pronto, le sirvieron un zumo de naranja y ni se inmutó. Era como una estatua.
Comencé a revisar la escena de arriba abajo y fue, al llegar a la altura del piso ajedrezado, cuando detecté un leve movimiento. Era su pie, que marcaba el compás del hilo musical dándole golpecitos a una bolsa de supermercado muy desgastada que desentonaba totalmente con su aspecto.
En ese momento me imaginé toda su historia. Le puse el nombre de Graciela, pensé que aquella sería su canción favorita y que, seguramente, habría envejecido yendo allí cada mañana con la esperanza de encontrarse con un amor que jamás llegó a su cita. En aquella extraña atmósfera me sentí reflejada en ella, como en un espejo. Yo era su versión joven, sin aquel carmín rojo de sus labios, con una coleta despeinada, vaqueros y zapatillas de deporte. Me faltaba su elegancia, pero en aquel espacio donde era una perfecta desconocida, lejos del barullo de las noticias, por fin me sentía como en casa.
Siempre me ha gustado contemplar lo que me rodea e inventarme vidas para los personajes que observo. Me gustaría saber si alguna vez acierto o si me equivoco por completo, pero sé que si entablara conversación con alguno de mis protagonistas se rompería la magia del juego. Este caso concreto me vino el otro día a la cabeza al recordar que dentro de unos días es San Valentín. No me agrada que sea una fiesta comercial, pero sí ver a las parejas celebrándola.
El otro día navegando por X reparé en una cuenta en la que reproducían un fragmento de La Tregua de Mario Benedetti. Hay muchos títulos que relatan grandes pasiones o romances, pero al verlo caí en la cuenta de la delicia que me pareció esta obra. En ella, un viudo a punto de jubilarse se enamora de su joven compañera de trabajo. El tiempo que están juntos es una pausa, un regalo que se le concede en medio de la rutina. “Ella me daba la mano y no hacía falta más. Me alcanzaba para sentir que era bien acogido. Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella me daba la mano y eso era amor”. Un simple gesto como ese puede encerrar el mayor de los significados.