Como en todas las profesiones, en el mundo de la judicatura hay buenos y malos profesionales. Hay jueces íntegros e independientes (la gran mayoría) y los hay que defienden más una ideología que a las leyes a las que deben servir. Los hay también corruptos y prevaricadores: Pascual Estevill fue condenado por extorsión empresarial y Baltasar Garzón y Javier Gómez de Liaño, por prevaricación. Y los hay que inventan originales conceptos jurídicos, como la magistrada del Tribunal Constitucional, María Luisa Balaguer, que sostiene una teoría “constructivista” del derecho que, en la práctica, supone, muchas veces, reescribir la Constitución sin que haya pasado por el Parlamento y sin que los españoles hayamos tenido la oportunidad de decidir si estamos, o no, de acuerdo con esa relectura de la Carta Magna impuesta de facto por el TC.
Se da la circunstancia de que el poder suele arremeter contra los jueces cuando estos investigan algún caso de corrupción que les atañe. Pasó, por ejemplo, cuando el magistrado del Tribunal Supremo, Marino Barbero, comenzó a investigar al PSOE por el caso Filesa. El entonces presidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, comparó su instrucción del caso, con ETA. A su juicio, Barbero quería intervenir en política, “dictando sentencias, abriendo y cerrando sumarios, al igual que hace ETA, que quiere participar en política poniendo bombas”. No contento con eso, llegó a decir de él que se había apuntado a una competición de “a ver quién meaba más lejos”. Además de ello, el entonces ministro de justicia, Tomás de la Quadra-Salcedo, acusó a Barbero de moverse por motivaciones políticas. ¿Le suena el argumento? Es el mismo que han utilizado Trump, Biden, Le Pen, Sánchez y, en su día, también el PP. Barbero acabó tirando la toalla ante la falta de apoyo del Consejo General del Poder Judicial presidido por Pascual Sala y, tiempo después, en una conferencia recordó que “la independencia judicial es la última esperanza de la sociedad para combatir a un poder político corrupto y prepotente”.
En épocas posteriores, el portavoz popular en el Congreso, Rafael Hernando, llamó al juez Santiago Pedraz “pijo ácrata” por incluir en una de sus resoluciones una frase sobre la decadencia de la clase política. Y airadas también fueron las críticas contra Pablo Ruz al que acusaban de creer “a un delincuente”, como Luis Bárcenas. De nuevo la historia se repite. Es el mismo argumento que el PSOE utiliza ahora contra Víctor de Aldama.
Lo que hay que dejar bien claro es que en España no hay un complot judicial para acabar con el Gobierno de Pedro Sánchez. Hace unos días, en la copa de Navidad que ofrece Moncloa a la prensa, el presidente del Gobierno aseguró que hay jueces que le hacen “oposición” y que daba la sensación de que el PP juega “con las cartas marcadas” porque anticipa algunas resoluciones judiciales. Pero lo cierto es que, en estos momentos, lo que hay son jueces y fiscales que en diversos juzgados del país investigan la posible corrupción de miembros del Partido Socialista y del propio Gobierno. Como siempre pasa, los casos se instruyen, se juzgan y se condenan, o no, basándose en las pruebas que existen, pero es muy peligroso poner en duda el buen hacer de las instituciones del estado y de la propia democracia para ganar el relato ante la opinión pública, porque, de momento, indicios existen, y muchos. Gramsci decía que “la democracia es un ejercicio constante de autocrítica”, aunque aquí somos más expertos en criticar a los demás que en reconocer los propios errores.