Hoy encuentro un artículo en una revista cultural sobre la efeméride romántica que se ha celebrado el pasado 5 de septiembre, el nacimiento del pintor alemán Caspar David Friedrich, los 250 años de su nacimiento en una región remota del noroeste de Alemania, una ciudad impronunciable, de plazas empedradas y casas con fachadas de cuento; ¿lo imaginan allí, caminando con los faldones de su levita decimonónica al viento? Hoy, al contemplar las fotografías de algunos de sus cuadros haciendo scroll en el ordenador —que es como hemos aprendido a ver ahora, con los ojos rápidos—, y admirar los lienzos con sus cielos amarillos, sus barcos desolados, sus tétricas siluetas de árboles secos y sus cumbres solitarias que despuntan entre un mar de nubes, ¿recuerdan su cuadro más famoso, el caminante solitario, de espaldas frente al marasmo infinito de la naturaleza? Hoy, tras beber este elixir de estética romántica, que es arrebato, pasión, sueño, me he acordado del mes que viví en la bella Irlanda. De las carreteras estrechas del condado de Kilkenny, la bruma del amanecer y del ocaso, como una manta sobre los campos de ovejas, de las ruinas de las abadías góticas al final de la tarde, las ventanas ojivales, las piedras negras, pero sobre todo, de la omnipresencia de los cuervos, inquietante y enorme a todas horas, de los cementerios a flor de piel, cuyas lápidas se clavan en la tierra como en un cuento de Poe; y luego la lluvia, débil, torrencial, mediana, ligera, gruesa, la lluvia bajo un sol transparente que ilumina la campiña. Sintonía con el misterio de la naturaleza como en las pinturas de Friedrich. Pintura de lo sublime y misticismo del paisaje.
Había en el romanticismo una búsqueda del absoluto, de lo intangible, de ir más allá de aquello que la razón nos dicta y de lo que podemos conocer a través de ella. La imaginación como rechazo al racionalismo de la Ilustración se convirtió en símbolo del enigmático e inexplorado mundo de la mente y de los sueños, donde la noche, al igual que ahora, aparece como el lugar perfecto. Por eso Friedrich pintaba con los ojos del espíritu. “Quien dice romanticismo, dice poesía, arte moderno, intimidad, espiritualidad, aspiración a lo infinito”, escribió Baudelaire. Podemos conceder un valor inferior a esas actividades misteriosas, o bien conferirles toda la dignidad como instrumentos de conocimiento. Acceder por ellos a esa parte más secreta de nosotros mismos; ese lugar donde, desprendidos de nuestra individualidad aparente, sentimos el estupor ante la condición humana, quizá un instante, en toda su extrañeza, con sus riesgos, su angustia total, su belleza y sus límites falaces, como si fuéramos el caminante romántico entre las nubes de la famosa obra de Friedrich, solos, frente a la inmensidad de la naturaleza y de la vida que se revela insondable. El romanticismo alemán consagró una gran parte de sus tentativas a esa tarea. Lo más asombroso para mí es el ascetismo — ascetismo que el mundo de hoy ha convertido en atajos — de todos estos románticos, dispuestos a los mayores sacrificios por encontrar esa verdadera vida que ellos creían ausente. La introspección continua con sus noches y sus sueños, guardianes de tesoros y la presencia continua del inconsciente: “el hombre gusta de la compañía, aunque solo sea la de una candela encendida”, escribió Lichtenberg. Verdaderas palabras de solitarios que evocan la vigilia de los místicos a la espera del encuentro.