En el relato de la historia, siempre han sido muy importantes los pioneros: quién fue el primero en hacer tal o cual cosa, sea una hazaña aventurera —dar la vuelta al mundo o subir al Everest, por ejemplo— o el descubrimiento de un avance tecnológico, como la bombilla eléctrica, por decir algo. Entendida así, la evolución de las sociedades resulta ser en buena medida una carrera competitiva en la que triunfan en cada campo un puñado de genios, sin los cuales la humanidad no sería la misma.
Hay una parte de eso que sin duda responde a la verdad. Pero lo cierto es que los avances, los descubrimientos, los grandes hallazgos, son a menudo la consecuencia del ingenio colectivo, en el que unos saberes se suman a otros, unas ideas se superponen sobre las anteriores. Con frecuencia ha ocurrido también que diversas personas hayan realizado el mismo logro en el campo que sea, en lugares distintos y sin estar conectadas, pero en el mismo momento histórico, como si hubiese asuntos, interrogantes o necesidades que están en el ambiente, por así decir, y alguna gente especialmente intuitiva y dotada fuese capaz de captarlas y buscarles soluciones.
En el terreno de la historia del arte, ha habido desde hace mucho un gran debate sobre quién fue el primero en llegar a la pintura abstracta, liberando al arte de la viejísima exigencia de representar fielmente la naturaleza. Se suele afirmar que la primera obra abstracta la realizó Kandinsky en 1911, aunque otros historiadores señalan a Kazimir Malévich, Piet Mondrian o Franz Kupka, siempre en torno a la misma fecha.
La que nunca ha estado en las quinielas, en cambio, fue una pintora que, por lo que sabemos ahora, alcanzó las formas purísimas de la abstracción varios años antes que sus compañeros varones, en 1905 o incluso antes. Se llamaba Hilma af Klint, era sueca y había estudiado Bellas Artes en Estocolmo, donde logró bastante éxito con sus paisajes en la estela del luminoso impresionismo. Af Klint tenía profundas inquietudes espirituales, que compartía con muchos europeos cultos de la época. Formaba parte de un grupo de cinco mujeres que buscaban, a través de la oración y la concentración, comunicarse con los seres superiores, a los que ellas llamaban los Grandes Maestros.
En esas sesiones, la artista comenzó a pintar las formas que los espíritus le dictaban, pura geometría y color, formas abstractas que representaban la belleza inasible, matemática y perfecta de un mundo que se situaba más allá de lo visible. Nada muy diferente de lo que harían algún tiempo después los precursores varones de la abstracción, para quienes la espiritualidad fue también un poderoso motor de búsqueda.
Pero, como de costumbre, Hilma af Klint quedó excluida del relato androcéntrico de los logros artísticos. Es cierto que ella mantuvo sus obras abstractas en secreto: consideraba que nadie las entendería y que provocarían burla y rechazo. Si cualquier artista revolucionario es consciente de que deberá enfrentarse a numerosos ataques y críticas, en el caso de las mujeres, tan mal consideradas en el mundo creativo —y muy especialmente en aquel momento de finales del XIX y principios del XX—, el temor sin duda se multiplica por cien: una creadora innovadora no se juega solo el prestigio de su obra, sino el suyo propio, su integridad personal y moral. Si aún ocurre a día de hoy —pensemos en la violencia desatada en las redes contra las mujeres con personalidad propia—, imaginemos lo que podía ocurrir hace más de cien años.
Ella pidió en su testamento que sus cuadros no se exhibieran hasta veinte años después de su muerte —ocurrida en 1944—, pero hubo que esperar mucho más, hasta finales de los 80, cuando el mundo empezó a interesarse por las pintoras olvidadas, para que sus cuadros apareciesen y comenzaran a ser valorados. Solo entonces se descubrió, muy lentamente, esa obra mágica, visionaria y de una radicalidad y modernidad extremas. Aun así, el relato oficial de la historia del arte sigue sin reconocerla como la verdadera pionera del abstracto. Supongo que a ella no le importaría demasiado: las mujeres no solemos interesarnos por ese tipo de competiciones. Simplemente, sentimos que estamos ahí y que formamos parte de algo más grande que nosotras mismas. En su caso concreto, de ese espacio protector que fueron sus Grandes Maestros, y que eran simplemente la sabiduría, el talento y la valentía que vivían en su interior.
El Guggenheim de Bilbao exhibe en estos momentos una exposición de Hilma af Klint. Es la primera vez que su obra se ve en España y les aconsejo a quienes puedan que no se la pierdan: hay tanto misterio, tanto silencio y tanta belleza en sus pinturas, que la experiencia de contemplarlas adquiere una profundidad muy especial, justo lo que la artista intentaba transmitir. Y es inevitable preguntarse, mientras recorres conmovida las salas, cuánta creatividad y cuántos conocimientos se ha perdido el mundo por empeñarse en no permitirnos a las mujeres desarrollar el papel que merecíamos desarrollar.