Si resulta altamente contraindicado legislar movido por el fragor de algún caso concreto, por muy hiriente que resulte, no menos peligroso es opinar y, no se diga ya, haciéndolo teclado en mano, al hilo de una de esas reformas legislativas acometidas “en caliente”. Pero como humano y pecador que soy, no he podido sustraerme a la pulsión. Y, heme aquí vencido por la tentación de escribir acerca de una crisálida, apenas salida del cascarón de la mente de del prelegislador y que, en la medida va en la línea de recortar derechos de los ciudadanos, todo apunta a que acabará convirtiéndose en una triste y gris polilla de vida reducida a golpearse una y otra vez con el quinqué de la ignominia.
Ahora bien, tentaciones o pulsiones al margen, lo que no haré será caer en un argumentario ni visceral ni corporativista, pues no es de mi interés ni contestar ni contentar a este o a ese otro sector de la parroquia, sino arrojar un poco de luz, con criterio jurídico, en lo que se ha convertido (¡oh novedad!) en otro duelo al sol entre partidarios de una y otra ideología.
Me estoy refiriendo a no otra cosa que, a la propuesta de reforma del régimen de la acusación popular en España, con la que hace unos días nos desayunábamos de buena la mañana.
No le faltaba razón a quien dijo alguna vez que lo que se sabe se cree que siempre se ha sabido y que todo el mundo lo sabe. Y a fe que los juristas con nuestros conocimientos no somos precisamente ajenos a esa sensación. Y de ahí que tendamos a dar por conocidos de nuestros conciudadanos conceptos que, a buen seguro, las más de las veces, les suenan tan chino mandarín como a uno mismo el proceso dolmitización de las calcitas o la forma de resolver un logaritmo neperiano. También sucede que en ocasiones esa instrucción para salir de lo desconocido viene de la mano de opinadores profesionales, expertos omniscientes a los que sin temblarles un ápice la voz o el pulso, acaban sentando cátedra respecto a cualquier tema que se les ponga por delante, con fundamento, eso sí, en no otro currículum que la osadía que sólo proporciona la ignorancia o el interés en hacer méritos frente a aquél al dictado del cual se expresan. Mercenarios de la opinión que “lo mismo te planchan un huevo que te fríen un calcetín” y cuyo criterio, más movido por el interés que por la ciencia, hay que someter a algo más que a una larga cuarentena.
Es por ello que, antes de entrar en mayores profundidades, sea del caso hacer un poco de pedagogía seria para que los legos en derecho se familiaricen con el funcionamiento del proceso penal en España, como sede en el que, la ahora sujeta a revisión figura de la acusación popular, encuentra su razón de ser.
Así, y en lo que interesa, hay que comenzar por decir que, para que una persona llegue a ser sometida a juicio por un hecho delictivo que se sospecha ha cometido, es necesario que un interviniente en el procedimiento, una “parte procesal” distinta del juez de instrucción (que es quien habrá ordenado la incoación de la causa criminal y la práctica de las diligencias necesarias para averiguar el “sí”, el “cómo” y el “quién” del hecho punible), solicite la apertura de esa fase de enjuiciamiento, formulando una concreta petición de condena frente al presunto responsable. Se trata, en suma, de un criterio que persigue evitar un indeseable “yo me lo guiso y yo me lo como” del órgano judicial y que, en sentido técnico jurídico, se denomina “principio acusatorio”.
Y es precisamente alrededor de este principio que gravitan como protagonistas de primer orden las figuras del Ministerio Fiscal, del ofendido o perjudicado por el delito y de cualquier ciudadano de a pie, porque ellos serán esos sujetos jurídicos distintos del juez, que estarán “legitimados” para instar esa apertura del juicio oral como acusación pública, como acusación particular o como acusación popular, según los casos.
Ahora bien, que en nuestro sistema procesal penal rija el “principio acusatorio”, es decir, que para que una persona llegue efectivamente a “sentarse en el banquillo”, sea imprescindible que lo pida otro partícipe en el proceso, no significa que el juez de instrucción quede indefectible y acríticamente vinculado por esa solicitud. Puesto que, antes al contrario, para que ello sea así, es necesario que concurra además un juicio favorable de ese propio juez acerca de la concurrencia en el presunto responsable de unos indicios sólidos y fundados de criminalidad; indicios que sólo puedan confirmarse o conjurarse tras la celebración de un vista oral y pública presidida, además, por un juez o magistrado distinto de aquél que decidió abrir paso a la causa a enjuiciamiento.
Al igual que la verdad es la verdad, ya la diga Agamenón o su porquero y que un embuste no se convierte en cierto por muchas veces que se repita. Un delito será tal ya provenga la acusación de quien provenga y, correlativamente, un hecho impune no se convertirá en penalmente relevante por mucho que alguien se empeñe en denunciarlo o en formular acusación por él. Y es que el delito, si es tal, preexiste al proceso que servirá sólo para averiguarlo y sancionarlo, de la misma manera que el proceso no convertirá en punible aquello que, en origen, nunca lo fue. De ahí que como consecuencia inmediata se siga que, en principio, la acusación popular ni quita ni pone nada respecto a la relevancia criminal de un hecho.
Y si eso, que parece una obviedad, es así; habrá de convenirse en que la recién impulsada iniciativa de recortar el margen de actuación de las acusaciones populares (más allá de la delimitación que de su alcance hizo nuestro Tribunal Supremo en las archiconocidas en los mentideros jurídicos, sentencias del caso “Botín” y del caso “Atutxa” y que, por ahorrar en prosa gerundiosa, no es del caso analizar), hunde sus raíces en una nada velada desconfianza en que el juez de instrucción, por sí mismo y sin que el legislador le “salve del estorbo” de una acusación popular aventurera o infundada, sea capaz de filtrar el grano de la paja, de deslindar lo que tiene una sólida apariencia criminal y debe ser sometido a enjuiciamiento, de aquello que, por ser sólo, ruido y humo no merece otro destino que el de pasar a engordar las estanterías del archivo judicial. Una falta de confianza que lleva a dudar de que el juez sea lo suficientemente escrupuloso en su función como para evitar la “pena de banquillo” a quien ni por un segundo merece posar sus nalgas en tan incómodo asiento. Una desconfianza con la que, como cualquier idea, es legítimo que cualquier ciudadano en ejercicio de su libertad de pensamiento, pueda alinearse, pero que hecha ley, corre el peligro de socavar uno de los pilares del Estado de Derecho que se funda, precisamente, ni siquiera en el deseo, sino en la certeza de que el poder que constitucionalmente está llamado a velar por su integridad, hace bien y con rigor su trabajo.
Que los ciudadanos participen en la Administración de Justicia es algo bueno para ellos, pero sobre todo para el aparato judicial. Y lo es, porque lo hace más trasparente y, por ende, digno de más confianza y merecedor de un mayor prestigio.
En una sociedad que aspira no sólo a parecer democrática, sino a serlo, no basta con que quienes aparecen en las listas del censo elijan cada cuatro años a sus representantes, con que cada paisano pueda criticar, dentro de ciertos límites, a sus gobernantes o, con que los litigantes sean destinatarios de las unas resoluciones judiciales dictadas por unos jueces no sujetos a otro mandato que el de la propia ley fruto de la voluntad popular. Esas y otras cuestiones con ellas relacionadas son condiciones necesarias, pero no son suficientes. Porque lo que efectivamente se requiere para que un Estado sea democrático de verdad y no sólo de boquilla, es que sus ciudadanos no se independicen o permanezcan al margen y aislados de las esferas de poder. Por tanto, no creo que sea el caso, el momento, ni la oportunidad de tocar, y mucho menos recortándola, la operatividad de cualquier institución jurídica que vaya en la línea de fomentar esa participación de nuestros pares en la toma de decisiones. Y así como nadie se atrevería a cuestionar la iniciativa legislativa popular o el sistema de gobierno abierto, lo mismo debería suceder con la acción popular; que es, junto con la institución del jurado y el reconocimiento de los tribunales consuetudinarios y tradicionales, una de las formas de participación de los ciudadanos en la Justicia, según nuestra Constitución.
Ahora bien, nada más lejos de mi intención que hacer comulgar a nadie con ruedas de molino, cayendo en un buenismo desaforado. Y es que mentiría si dijese que todo lo que tiene que ver con la acusación popular es positivo y se está desarrollando con corrección en el día a día de nuestras salas de justicia.
Y es que, así como no se debe albergar reserva alguna acerca de que una asociación de víctimas del terrorismo intervenga en un procedimiento por un asesinato con tales tintes. Como tampoco, que una protectora lo haga en uno seguido por maltrato animal. Que los ecologistas se personen en un asunto tramitado por los vertidos ilegales de una industria. O, incluso, que un ente representativo de personas LGTBI coadyuven en el proceso a un chico víctima de una brutal agresión por haber tenido el gusto de plantarle un beso a su novio en un banco del parque del pueblo. Lo que no parece tan inequívoco y sí que despierta más recelos, incluso fundados, es que una asociación dedicada en el día a día a no se sabe muy bien qué, abanderada de no se conoce qué causa en favor de la comunidad o entregada a no otro servicio de provecho que el de engrosar los registros del Ministerio del Interior “a efectos de publicidad”, con el pretexto de servir de azote a aquello que pretendidamente atenta contra los valores sociales para cuya defensa se erige en censora implacable, se cuele en el proceso con el doble propósito de convertirlo en una suerte de caja de resonancia de la ideología que sus correligionarios profesan (de “derechas” o de “izquierdas”, “antiabortivas” o “antitaurinas”, lo mismo da) y, de tener acceso a todo cuanto en él se practique, incluida la toma de manifestaciones, para, a través de su divulgación, someter a escarnio público a quien piensa de manera diferente, sin importar demasiado si el sujeto lapidado sale al final condenado o absuelto por una sentencia firme. Corporaciones que, por tanto, se sitúan en las antípodas de aquello que debía justificar su intervención en el procedimiento y que no sería otra cosa que contribuir a una mejor administración de la Justicia. Entes y personas tras esos entes que, en suma, habría hecho de la querulancia una auténtica profesión.
Ahora bien, con ser eso cierto, con lo que en modo alguno se puede congeniar es con la necesidad de matar esa mosca lanzándole un cañonazo. El cañonazo que representaría quitarle de un plumazo toda legitimación para participar en el proceso.
Que en la acusación popular hay algo que falla, es verdad. Que la solución pase por reducirla hasta el punto de dejarla en testimonial, ya no lo es tanto. Sobre todo si, como sucede tantas veces, se está buscando fuera, lo que ya se tiene en casa y al alcance de la mano, con la legislación vigente.
Una legislación que permite exigir fianzas más cuantiosas a medida que aparezca más desconectado del objeto del litigio y de las personas en él implicadas, quien pretende ejercitar la tan traída acusación.
Una legislación que autoriza a requerir su personación a través de la interposición de la correspondiente querella, aunque el proceso ya estuviere empezado.
Una legislación que da carta de naturaleza a permanecer especialmente vigilante para que, detectado el más mínimo asomo de abuso o fraude en su ejercicio, se proceda a la pérdida automática de la correspondiente caución.
Una legislación que habilita para sancionar sin vacilaciones la temeridad y la mala fe con la condena al pago de las costas procesales.
Una legislación que posibilita perseguir con celo y escrúpulo las acusaciones y las denuncias falsas; lo mismo que las filtraciones y, no se diga ya, la divulgación a los cuatro vientos de lo practicado en una fase, por definición, reservada o secreta, como es el sumario.
Una legislación que obliga a tener en cuenta las condenas por imputaciones mendaces para cerrar la posibilidad a futuros ejercicios de esta acción a quien, en ocasiones anteriores, se hubiere conducido de esa artera manera.
Una legislación, en suma, que interpretada y aplicada con rectitud y rigor sería suficiente para evitar desmanes y corregir excesos.
Aplíquense, por tanto, los remedios almacenados en el repositorio de las leyes penales y procesales en vigor; pero no se mate al perro para acabar con la rabia. Porque si no, podría parecer que lo que se persigue es cosa…