Se llamaba Kostas, igual que Kostas Jaritos, el comisario de la policía de Atenas creado por el escritor griego Petros Markaris. Yo, que he leído todos los casos de este comisario, creo que lo único que tenían en común era el nombre y que ambos eran griegos.
Lo conocí en un pequeño restaurante junto a una playa en el Peloponeso un día de julio. Era la hora de comer y el calor era terrible, 43 grados Celsius con humedad. Entramos en el interior del restaurante buscando un ambiente menos tórrido y con la intención de hablar sobre los platos que podía comer una de las personas que venía con nosotros, ya que tenía una intolerancia alimentaria.
En el interior todo el mundo hablaba griego excepto una chica muy risueña que hablaba inglés y era capaz de chapurrear algunas palabras en español. Se llamaba María y nos dijo que le gustaba todo de España, aunque nunca la había visitado, pero esperaba hacerlo muy pronto. «Me gusta mucho España, olé, quiero ir a España» nos dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
Le explicamos a María el problema que teníamos con la comida y nos dijo «no problem, one moment» mientras se daba la vuelta camino de la puerta de la cocina. Nos miramos los unos a los otros y al cabo de un par de minutos vimos salir de la cocina a un hombre muy corpulento de casi dos metros de altura, sonriente y siguiendo a María, una especie de gigante bonachón.
El hombre que había salido de la cocina para hablar con nosotros era Kostas, el cocinero del restaurante. Nos extendió la mano derecha para saludarnos, después de limpiarse con el delantal, y nos dijo en perfecto español «Hola, soy Kostas, me han dicho que uno de vosotros tiene problemas con la comida y no puede comer cualquier cosa. Tranquilos, yo me encargo”.
Resulta que Kostas había trabajado como camionero muchos años de su vida. Ahora rozaba los cincuenta años y de ellos, más de veinte los había pasado como conductor de un camión. Nos contó que entonces viajaba todas las semanas a España y que lo que más le gustaban eran los chuletones que comía en asadores en el País Vasco. «No he vuelto a comer una carne así en mi vida». Kostas sonreía sin parar mientras nos contaba su historia.
Había dejado de conducir camiones hacía unos años. Cuando le pregunté por qué había dejado el camión, ya que nos había contado que le gustaba mucho conducir y viajar, los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas. «¿Sabes?, yo tenía un compañero de viaje y hacíamos siempre los viajes juntos. Ese compañero murió y desde entonces no he podido volver a conducir un camión».
Comimos estupendamente en el chiringuito en aquel pueblo del Peloponeso. Kostas nos traía a la mesa los platos y nos explicaba los ingredientes que llevaban.
Después de comer, Maria, la camarera, trajo a nuestra mesa una botella de Ouzo, un aguardiente típico de Grecia. Un regalo de Kostas nos dijo en inglés. Le dijimos que agradecíamos mucho el regalo pero que no nos íbamos a terminar la botella de aguardiente cuando llegó Kostas a nuestra mesa. Con una gran sonrisa nos dijo que, si no íbamos a bebernos la botella, que nos la lleváramos, que era un regalo de su parte, y me preguntó «¿tú sabes hacer paellas? ¿Me enseñarías?» Y es que Kostas me dijo que había comido paellas en España, pero no sabía cómo se hacían y le gustaría poder ofrecerlas en el restaurante. Le expliqué cómo hago yo la paella, y comentamos durante un rato cada paso de este plato. Me dijo que creía que ya sabía cómo hacerla y que iba a hacer una el día siguiente, que por favor fuéramos a comer y le dijera, como española que era, si de verdad estaba buena, ya que quería empezar a ponerla en el menú.
Con gran penar le dije que al día siguiente no podíamos ir a comer, regresábamos a Atenas para tomar el vuelo de vuelta a España, terminaba nuestro viaje.
Ignoro si Kostas llegó a hacer la paella con la receta que le di. Puede que nunca la hiciera o puede que desde entonces esté en el menú. Yo siempre me acordaré de este hombretón que amaba los chuletones y quería aprender a hacer paella.