Opinión

Juan Manuel de Prada y el resplandor sublime de la tiniebla

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He disfrutado como un cochino en una charca de barro con Mil ojos esconde la noche. La ciudad sin luz (Espasa, 2024), la primera parte de una fiera literaria mayúscula y carnívora de 1.600 páginas manuscritas por Juan Manuel de Prada. La novela, un esperpento tremendista y cervantino, se desarrolla en el París miserable, humillado y ocupado por los nazis, y la protagoniza Fernando Navales, a quien ya conocimos en la magnífica Las máscaras del héroe (Valdemar, 1996), un resentido terrible y refinado, “acostumbrado a rumiar su resentimiento y encauzarlo convenientemente hacia donde puede hallar más placentera satisfacción”, y un hijo de remil putas con el que da gusto compadrear pese a o, en realidad, sobre todo, por los deliciosos y atroces remordimientos de conciencia que en el lector provoca.

La ciudad sin luz es una danza macabra, un resplandor tenebroso y sublime, una fiesta gozosa de rapaces en la que participan, entre muchos otros, la diseñadora y bailarina Ana de Pombo, la actriz María Casares –hija del exministro republicano Santiago Casares Quiroga–, la escritora Ana María Martínez Sagi –a quien el autor dedicó el monumental ensayo El derecho a soñar (Espasa, 2022)–, el columnista César González Ruano, quien veía en Hitler un “ángel con gabardina y bigote” con un “penacho lacio de altos sueños”, o Pablo Picasso, retratado en esta ficción sustentada en la realidad y documentadísima como “una hiena sádica que se regodea sometiendo a todas las mujeres”: “El odio a sus amantes se había vuelto odio universal al sexo femenino, mezclado con un exhibicionismo orgulloso de sus fechorías”.

La ciudad sin luz es un tiro a la barriga de la memoria histórica, un revés para todos aquellos fariseos de la pureza progre en el sentido de que versa sobre los artistas y escritores liberales, comunistas, anarquistas o separatistas catalanes que, recurrentemente, colaboraron con la delegación de Falange en París para poder llevarse algo a la boca o refugiarse del frío. El bergante Navales tiene por misión reclutar “rojillos”, y lo hace con vileza, mintiendo, humillando y hurgando salvajemente en las heridas del pasado. Detesta especialmente, como el hermano responsable de la parábola del hijo pródigo se indignaba con el vividor que se fundía la herencia del padre, a Gregorio Marañón, e intuye que “el triponcete”, o sea, Franco, será más agradecido con los supuestos conversos de última hora que con quienes le apoyaron desde el minuto uno.

El reino de La ciudad sin luz no es de este mundo: por tamaño, 1.600 páginas en el tiempo del TikTok y del tuit, y por la libertad temeraria con la que aborda esta despiadada reflexión sobre la condición humana. De Prada abomina de la literatura española de nuestros días que se pretende “finlandesa” y ha parido un libro arcaico, que nada a contracorriente y entronca con padres fundadores como Cervantes, Quevedo, Valle y Cela, que marida impiedad y ternura, pompa y escatología –el momento en el que Navales llena de mierda un baño que, posteriormente será utilizado por Serrano Súñer, y la reacción del ministro al encontrarse semejante zorrera, es uno de los pasajes más divertidos, me atrevería a decir, de la literatura universal–. El gran zamorano de Baracaldo rechaza escribir sólo para los contemporáneos: también lo hace para los que aún no han nacido y, porque cree en la vida eterna, para los muertos. A todos ellos les digo: hínquenle el colmillo a esta obra maestra. Y retuérzanselo. Es lo mejor que he leído en años.

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