Opinión

Juan Carlos I

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Yo soy republicano, profundamente republicano, y ciudadano del mundo, pero padezco una rarísima afección, una extraña metamorfosis que produce que cada vez que aterrizo en Barajas o piso Irún, Tuy o La Junquera me convierta en monárquico. Ningún médico ha sabido tratar esta singular dolencia mía, digna de Franz Kafka. En mi opinión, el mal fario de las dos repúblicas españolas, una por cómica y otra por trágica, es la causa de que yo sea el otro Gregorio Samsa.

Nací hace muchos años en una dictadura. Hoy asisto, absolutamente atónito e indignado, al linchamiento cruel, injusto e innecesario de un anciano, un anciano que fue el hombre que convirtió mi patria en una democracia. Por eso, como el gran Émile Zola: J´accuse. Yo también acuso, “como ellos se han atrevido, yo me atrevo también. Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice”. Y alzo, racional y apasionadamente, mi voz y mi pluma en defensa del rey don Juan Carlos.

Decían que todo estaba atado y bien atado, pero el rey Juan Carlos fue el providencial Alejandro que cortó el nudo gordiano de nuestro futuro y desató la libertad, todas las libertades, en la tierra de Velázquez, Lorca y Picasso. “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, dice la Biblia del alma humana. Es bueno recordar a todos los ciudadanos, sobre todo a los más jóvenes, que a los españoles la libertad nos la dio don Juan Carlos. Todos los poderes estaban en su mano y él los devolvió, generosa y voluntariamente, al pueblo español. Nos devolvió la libertad, la soberanía y la dignidad; nos devolvió la esperanza.

Defender al Rey es también defender a su generación, la generación de mis padres, la mejor generación de la historia de España. Ellos fueron los niños de la posguerra, los padres de la Transición y los abuelos del covid. Ellos fueron quienes con su esfuerzo, sacrificio y trabajo levantaron España, hasta convertirla en uno de los países más envidiados y envidiables del orbe.

Y defender al Rey es defender a nuestro país. En el mundo nadie entiende el trato que le estamos dando al rey Juan Carlos. El daño a la imagen de España es extraordinario. El rey ha sido el gran embajador de España junto a Rafa Nadal, Seve Ballesteros y la revista Hola. Ha sido también el gran introductor de las empresas españolas en los mercados más competitivos y exigentes. ¡Qué lástima que muchas ahora padezcan amnesia y tengan tan mala memoria! No veo a Francia (a la que tanto admiro) juzgar así a los presidentes de la V República. Y salvando al general De Gaulle, que era un santo, y a Macron, que es un plúmbeo, los días y las noches de don Juan Carlos, al lado de las journées de los señores del Elíseo, son los de un carmelita descalzo.

España protagonizó un paso modélico de la dictadura a la democracia que asombró al mundo y fue modelo de otras muchas transiciones. Estamos viendo estas semanas en nuestra querida Venezuela lo difícil que es que los tiranos abandonen el poder y que nuestros hermanos venezolanos puedan volver a vivir en libertad. Toda la fuerza y toda la suerte a María CORAJE Machado; mientras ella resista habrá esperanza de cambio.

El gran edificio de la Transición española es una de las obras más deslumbrantes de la arquitectura política del siglo XX. El rey Juan Carlos (que nos convocó, como quería Ortega, a un proyecto sugestivo de vida en común) fue su Le Corbusier y se rodeó para su construcción de los mejores capataces de obra: Adolfo, Torcuato, Sabino, Leopoldo, Landelino… Ellos, junto con los líderes de los distintos partidos políticos, son los Padres Fundadores de la democracia española.

A partir de 1975 este viejo Reino de España, de la mano de su Rey, escribió una de las páginas más hermosas de su historia. Tras siglos de invierno de la desesperación llegó, al fin, la primavera de la esperanza. Los días de la Transición fueron Los mejores años de nuestra vida. España se encontró a sí misma y encontró su lugar en el mundo. La España de muros desmoronados de Quevedo, cuya historia, según Ortega, era la historia de una decadencia, dio una lección inesperada e inolvidable al mundo, una lección de sabiduría, tolerancia y grandeza.

España superó su cainismo irrefrenable y superó, también, los versos que hielan el corazón, haciendo feliz a Antonio Machado. Hicimos nuestro el sueño de Martin Luther King: nos sentamos juntos a la mesa de la hermandad. Miramos al futuro y eso permitió que desterrásemos la España oscura, aldeana y mezquina; angosta y terrible. La desterramos y la confinamos para siempre, como dicen los bellísimos versos de Luis Cernuda, que beben del verso inmortal de Bécquer: “Allá, allá lejos, / donde habite el olvido”.

Es bueno recordar a los españoles más jóvenes lo que sucedió aquellos años, es bueno testimoniar lo que yo, como adolescente, viví entre la sorpresa y el entusiasmo. Los prodigios y milagros se sucedían uno tras otro: la legalización del Partido Comunista y la vuelta de los exiliados; el “Ja sóc aquí” del president” Tarradellas en la plaza de Sant Jaume, que fue el origen de que la Cataluña actual sea la Cataluña con más poder de su historia; los Pactos de la Moncloa… La España democrática se construía día a día ante los ojos perplejos de los ciudadanos que habían soportado una larga dictadura de casi cuarenta años y se construía, además, pacíficamente.

De todos los incontables frutos de la Transición, yo quiero destacar dos: la Constitución y la reconciliación de los españoles. La Constitución de 1978 es la hija predilecta de la Transición, la Constitución de todos, la Carta Magna que cumplió los sueños nacidos en Cádiz un siglo y medio antes. Una Constitución que está a punto de convertirse en la más longeva del constitucionalismo español, tal vez porque fue la primera consultada a los ciudadanos y refrendada por un noventa por ciento de los españoles. Una Constitución que permite su reforma y por eso yo animo a sus críticos a reformarla … y a que consigan las mayorías y los consensos necesarios para ello.

Hay un cuadro de Juan Genovés que se ha convertido en el símbolo de la Transición: El Abrazo. Es imposible describir, dibujar mejor una época y el espíritu de un tiempo. La reconciliación, el perdón entre los españoles, es el fruto supremo de aquellos años. El abrazo en 1977, en el Club Siglo XXI, entre dos gigantes, Fraga y Carrillo; don Santiago y don Manuel, fue el cimiento de la España que nacía, el abrazo que fundaba la España del futuro, la España del siglo XXI.

Acabo de leer La voz dormida, la emocionante y maravillosa novela de la tristemente desaparecida Dulce Chacón sobre la durísima vida de las mujeres republicanas presas en las cárceles franquistas al fin de la Guerra Civil. Me maravilla que los españoles fuésemos capaces, en poco más de tres décadas, de pasar de aquel espanto, de aquel horror a una España en paz, sin vencedores ni vencidos. La foto en los escaños del Congreso de diputados comunistas (Carrillo, Pasionaria, Alberti, Sánchez Montero, Camacho…), con largos años de exilio y cárcel a sus espaldas, al lado de antiguos procuradores franquistas es el mejor tributo, el mejor homenaje que podemos rendir a todos los españoles- de ambos bandos- que pagaron con su vida y con su libertad la infausta guerra incivil española.

Hace unos días escuchaba a Juan Luis Cebrián decir, en la presentación de su último libro en la librería Antonio Machado de Madrid (la fabulosa ágora cultural de Miguel y Aldo García en el barrio de las Salesas) que los hermanos Machado, a pesar de los mitos y la historiografía, no representaban a las dos Españas enfrentadas, sino que lograron mantener los lazos y vínculos familiares en aquella locura fratricida y vengativa. Luis Alberto publicó también hace poco una deliciosa e indeleble Tercera de ABC sobre el amor fraterno de los Machado titulada Antonio y Manuel. Y ahora comienza en Sevilla una exposición sobre los dos inmensos poetas hispalenses (con un gran machadiano, Alfonso Guerra, de comisario) que refuerza, quizá, ya para siempre, esta tesis.

La reconciliación de los españoles, el perdón y la cicatrización de las heridas de la Guerra Civil son el mayor servicio del rey Juan Carlos a los españoles, pero hay muchos más…

Hay una noche de invierno que los españoles no olvidamos. España encallaba en El corazón de las tinieblas y fue el liderazgo indiscutido e indiscutible del Rey el que la guio con pulso firme hacia alta mar. Don Juan Carlos interrumpió aquel enloquecido Viaje al fin de la noche. Esa noche oscura el Rey convirtió Waterloo en Austerlitz.

Otro magnífico servicio que prestó el Rey a España fue su abdicación, magistralmente gestionada por el presidente Rajoy y por el inolvidable Alfredo Pérez Rubalcaba, que dieron prueba de su patriotismo y de su talla. También acertó en la formación y educación de su heredero, y todos sabemos lo complicadas que son siempre las herencias. El rey Felipe VI ha sucedido felizmente a su padre y, a pesar de las dificultades de esta convulsa década, ha sabido ganarse a los españoles con el arma más simple y poderosa que existe: la ejemplaridad.

El rey don Juan Carlos es ya un anciano que tiene derecho a disfrutar de sus postreros años en paz y tranquilidad. Es una infamia insoportable para millones de compatriotas que el Rey que nació en el exilio – en Roma – por las dramáticas circunstancias de la España de la época, pueda fallecer (esperemos que dentro de mucho tiempo) también en el exilio. Es una infamia intolerable que el Rey no se merece y los españoles tampoco.

¡Qué equivocados están los linchadores, los nuevos Torquemada, los súbitos moralistas que no se aplican a ellos la vara de medir que aplican a don Juan Carlos! Cuando el rey fallezca (repito, falta mucho) miles y miles de españoles le expresaremos masivamente nuestro respeto y agradecimiento. Miles de españoles inundaremos el Palacio Real, la Plaza de Oriente, las calles Bailén y Mayor; miles de ciudadanos anónimos inundaremos el corazón de Madrid para darle las gracias por todo lo que ha hecho por nosotros. Le daremos las gracias, emocionados, por ser el Padre de la España que nos ha tocado vivir: la mejor España de la historia.

Los españoles sabemos que los servicios del rey don Juan Carlos a España, a pesar de sus yerros, son extraordinarios (hace unos días decía esto el padre de la Constitución, Miquel Roca, en una magnifica conferencia en el nuevo Instituto de Liderazgo Político de María Dolores de Cospedal). Yo añado: extraordinarios e imprescriptibles. Los españoles sabemos que las luces de su reinado iluminan las sombras y sabemos, también, que las virtudes del monarca opacan los errores del hombre.

Como soberano, don Juan Carlos figura ya en los altares de la Historia de España, como uno de nuestros mejores reyes. Los Reyes Católicos, Carlos I, Felipe II y Carlos III serán sus compañeros de pasaje en su infinito viaje por la eternidad. Como hombre, don Juan Carlos lee y relee los versos de Luis Rosales: “ Así he vivido yo… / sabiendo que jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería “.

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