Errare humanum est, dicen que dijo Cicerón. Así que, si errar es consustancial a lo humano, la imperfección también lo es. Por eso, en sentido contrario, la búsqueda de perfección, más allá de un sano horizonte de mejora, puede llegarnos a hacernos sentir como máquinas, que no pueden parar, que trabajan sin descanso hasta el agotamiento, que producen sin pausa como una fábrica de proceso continuo.
La autoexigencia tiene que ver con el establecimiento de unos estándares de calidad elevados que debemos de alcanzar a cualquier precio. De dónde pongamos el listón de lo que nos exigimos dependerá el esfuerzo que debemos dedicar. El problema es que da la impresión de que ese listón nunca para de ascender, como una meta volante. ¿Podría haber hecho más? ¿estuve a la altura? ¿fue mi desempeño suficiente? ¿pude hacer más? Conviene tener metas y aspiraciones pero no caer en excesos que dañen nuestra autoestima. Entonces, ¿dónde está el límite? Supongo que depende de cada caso, y no coincidirá en en caso de una deportista de élite y una aficionada al running y en ese contexto es donde hay que medir las fuerzas.
De pequeña mis padres me apuntaron a clases de viola y durante varios años para mí fue una extraescolar más hasta que un día descubrí el chelo y algo hizo clic dentro de mí. Practiqué ese instrumento con pasión y exigencia hasta los veintitantos. Luego llegó un momento de decirle adiós al chelo para hacerle hueco a otras pasiones como la política y es ahí cuando se pone en marcha el sistema de permisos que nos concedemos las personas para poder ser felices sin “triunfar” siempre en “todo” lo que hacemos.
En el caso de las mujeres, estos niveles de exigencia se refieren a menudo a nuestro aspecto físico. Así, según los cánones debemos permanecer jóvenes, delgadas y tonificadas. Es “exigible” que nos brille el pelo, que ocultemos con rapidez las canas, que tengamos la piel de porcelana, los labios carnosos, con un currículum envidiable y tiempo para ir al gimnasio pero también para cuidar de los hijos, comer saludable y vivir en contacto de la naturaleza. Porque si no nos aplicamos en todas las esferas de la vida es que somos poco trabajadoras o sencillamente vagas. Entonces, empezamos a hablarnos sin respeto o aparece la culpa y el juicio: gorda, tonta, mala, fea…nos miramos, en definitiva, sin afecto ni empatía.
Las sociedades modernas, azuzadas por los cánones estéticos de las marcas comerciales, presionan hacia una estética específica en la que no es fácil encajar. Para las mujeres adultas termina siendo un viaje de aceptación progresiva y de autoconocimiento en el camino de ser nosotras mismas. El drama sobreviene, en cambio, durante la pubertad y adolescencia, cuando las niñas y jóvenes carecen aún de los recursos emocionales necesarios y lo que tienen más cerca es la comparación con sus iguales, y ya se sabe que las comparaciones terminan resultando odiosas.
Lo cierto es que no somos máquinas cyborgs ni humanos perfectos. Los humanos, como decía el verbatin con el que empezaba a reflexionar, yerran. Errar es humano. Esta es nuestra naturaleza. Con cada error aprendemos, recalculamos la ruta o depuramos las formas. Cada error nos sirve para ajustar la distancia con el otro y, a la vez, la empatía con el otro, porque nos sitúa en lugares donde también el otro ha estado, en ese lugar del ensayo y el error, tan popperiano, donde vivimos aprendiendo. Ahí es donde avanza la ciencia y donde avanzamos las personas. Al revés, cuando nos puede el perfeccionismo, cuando sólo ponemos el acento en el resultado, nos perdemos el disfrutar del proceso. Y esto es clave, porque sin el gozo de ir viviendo, con sus luces y sus sombras, sólo nos espera la insatisfacción.
Las mujeres, y los hombres también, en realidad, tenemos derecho a equivocarnos y no ser perfectas, derecho (es un decir) a tener ojeras si no dormimos o ir envejeciendo sin culpa, cada una con las peculiaridades vitales que nos hacen únicas. Así que concedamosnos esa capacidad de no ir por la vida juzgandonos con dureza. Propongo mejor aceptar lo que vamos siendo, en gerundio y en presente continuo, viviendo la vida como un proceso en el que es admisible ir aprendiendo y errar.
Superwoman no existe, igual que no existe un personaje como Barbie más que los metrajes de Hollywood y las casas de muñecas. Resulta que no “somos” las publicaciones de redes sociales que hacemos, ni lo que piensan de nosotras los demás. No somos, en sentido estricto, un cuerpo con una talla o una edad, sino uno que actúa a la perfección como vehículo para vivir. Somos, si acaso, la perfecta imperfección que nos vuelve humanas, con una biografía cargada de experiencias, de vivencias, viajes, conversaciones, lecturas, aciertos y errores. Todo lo vivido nos configura. Y es, precisamente, en ese sentido, existencial, que lo vivido se vuelve perfecto y adecuado cuando nos sirve para aprender y para crecer. No lograremos alcanzar una perfección que no es posible. Pero, sin duda, si nos queremos bien y nos damos los permisos, al final, seremos, por lo menos, más sabias y más felices.