Va a hacer diez años que conocí, en la ciudad de Tánger, a una mujer extraordinaria. Se llamaba Rachel Muyal. Por aquel tiempo, yo andaba buscando un territorio novelesco y ella me llevó de la mano a conocer esta ciudad poliédrica de mil caras y leyendas. Rachel había sido gerente de la famosa librería Des Colonnes situada en el Bulevard Pasteur, en el llamado edificio acordeón que fue cuartel general del mismísimo gánster americano Lucky Luciano y había conocido a la generación beat, convertida ya en mito literario tangerino.
Nos encontramos frente a la librería un día cercano a fin de año. Rachel a veces llevaba un pañuelo anudado al cabello y si no un moño legendario, emanaba de ella ese aire de gran dama que se intensificaba con sus historias, su simpatía y generosidad. Era una de los treinta y dos judíos sefardíes que quedaban en la ciudad después de haber sido miles, me contaba, en la época del Tánger internacional, había firmado su contrato de matrimonio en duros de Castilla, conocido a Paul Bowles, vivido junto a Ángel Vázquez, al que llamaba Antoñito, el autor de la mítica novela La vida perra de Juanita Narboni, que les recomiendo, sabía el lugar secreto donde se encontraba la tumba de Ibn Battuta, viajero que da nombre a su aeropuerto, en el ovillo de calles enredadas, minúsculas, del Zoco Chico hasta la que me llevó una tarde, y saboreaba la magdalena de Proust en la bella Villa Josephine, uno de sus lugares favoritos que pronto también lo fue para mí. Recuerdo que llegamos hasta ella en un taxi, un Mercedes destartalado que ascendió por la colina del Monte Viejo, entre tapias por las que sobresalían las buganvillas de las mansiones, lugar de reunión de artistas occidentales en otra época.
La vista infinita del Estrecho y de Tarifa que se divisa desde su piscina, entre palmeras, es magnífica. Y la casa blanca, delirio colonial de un escritor y corresponsal del Times: Walter Harris, cuya vida tumultuosa inspiró el personaje de Indiana Jones. Si se atreven a viajar al pasado, viajar a su memoria, han de pedir como me indicó Rachel aquella tarde, un chocolate caliente acompañado de la magdalena de Proust. Después, tras una larga y pausada charla donde el tiempo no existe, pueden pasar al chester de su bar inglés y degustar un whisky de malta antes de regresar a las callejuelas laberínticas de la Medina, que podrían ser escenario de una película de espías, un Casablanca, que era en realidad Tánger.
Rachel compartió conmigo su ciudad y siempre le estaré agradecida. Despertó mis sentidos del letargo occidental al que los había acostumbrado, con los colores que la habitan: de sus azulejos, sus especias y sus puertas; el arrullo de las fuentes, a ser posible, en patios solitarios, el canto del muecín cuando la tarde se desploma sobre sus azoteas, sí, Tánger es una ciudad que se vive también en las alturas, al cielo raso, entre sábanas que flamean a cada bocanada de ese viento tan suyo, y chill outs para turistas. La oferta se abre inagotable, dulces de frutos secos, hojaldre y miel que se venden por doquier, noches canallas; el té que les dejó la dominación breve de los ingleses y que ellos aderezaron con la fantasía de la menta; los jabones de Madini, la perfumería del Bulevard Pasteur donde uno se pierde entre sus frascos antiguos y sus esencias como la de jazmín, hasta el orín de los miles de gatos que pueblan la Medina.
Tánger pertenece al territorio de la imaginería oriental, pero también Tánger es Mediterráneo con sus casas blancas en escultura cubista como decía Truman Capote, y Atlántico, territorio donde ambos confluyen. Recordar Tánger, es recordar a Rachel, rendirle homenaje a la ciudad es rendírselo a ella. Gracias, siempre.