Hace unos días pude entrevistar a Loyda, víctima de violación bajo sumisión química en los años 2000. Se dio cuenta nada más despertarse, notaba algo raro, tenía lesiones, pero no se acordaba de nada y la situación le dio miedo. Entonces no se hablaba de sumisión química, ni se animó a denunciar. Pensó que nadie la creería porque no tenía pruebas. Tampoco estaba segura de lo que había pasado.
Al cabo de los años, en una conversación casual con amigos comunes con el violador, le contaron que, en una noche de fiesta tiempo atrás, habían recibido un mensaje del agresor en el que les confesaba que había conseguido drogar a una amiga y les ofrecía unirse a la violación. A Loyda no le costó atar cabos. La víctima era ella. El amigo le aseguró que ninguno de los que recibieron el mensaje se unieron a la violación. Tampoco ninguno de ellos denunció los hechos.
El patrón se repite en el caso de Loyda y en el de Dominique Pelicot. La violación con sumisión química y el afán de compartir a su caza se encuentra con la complicidad de buena parte del entorno masculino. Loyda sufre secuelas psicológicas desde entonces. Poco a poco ha rehecho su vida, pero sigue en terapia. Le ha afectado hasta profesionalmente porque ve amenazas por todos lados. Recuperar la confianza es una tarea titánica, el instinto de supervivencia se convierte en una barrera para normalizar la vida.
La entrevista me hizo pensar en cuántos hombres habrán recibido un mensaje similar, o habrán compartido conversaciones de cosificación de mujeres, o se habrán reído de comentarios humillándonos. En cómo habrían interpretado esa complicidad entre machos en los años 2000, cómo se interpretaba hace 10 años y hoy en día. ¿Cuántos hombres se atreverían hoy a denunciar un Whatsapp de un amigo invitándole a participar en una violación a una chica inconsciente? Me temo que muy pocos.
La complicidad entre hombres en casos de machismo y violencia sexual contribuye a la perpetuación de una cultura de impunidad. En situaciones de agresiones sexuales como las violaciones múltiples o el uso de sumisión química, esta complicidad no solo se manifiesta en la participación directa, sino también en la falta de denuncia. Si eres hombre, te ha llegado un mensaje y no denuncias, te conviertes en cómplice de una violación.
Pero no se llega de golpe a ese escenario. Los pasos previos que se dan en la escalada de la agresión sexual se inician siendo cómplice de conversaciones misóginas en grupos de Whatsapp u otras plataformas, compartiendo comentarios denigrantes sobre mujeres o chistes humillantes. Quedarse merodeando en los espacios donde se fomentan actitudes que refuerzan la cosificación de las mujeres es ayudar a construir el entorno en el que la violencia sexual se considera aceptable o entretenida. Cuando los integrantes de estos grupos no denuncian estas conversaciones o comportamientos, se convierten en cómplices, tanto moral como legalmente, de las agresiones presentes en esos foros, pero no sólo. También están contribuyendo con su comportamiento a futuras agresiones, porque empoderan con su complicidad a futuros violadores.
Necesitamos hombres valientes, que asuman un rol activo en la denuncia de estos comportamientos y delitos. Romper el silencio no solo es una cuestión de justicia para las víctimas, sino también un paso clave para desmantelar una cultura de machismo que sigue oprimiendo a todo aquel que no sea un varón normativo, de la normatividad del siglo XX. La idea de que “no es asunto mío” debe ser rechazada. Todos los hombres tienen la responsabilidad de intervenir cuando sean testigos de actitudes o actos machistas, desde comentarios sexistas hasta crímenes tan graves como las violaciones. Solo a través de esta acción colectiva y de una clara condena de la violencia sexual podremos avanzar hacia una sociedad más igualitaria y segura para todos.