Opinión

Historia de un adiós

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Me llamó por teléfono una tarde, sin yo esperarlo. Era un teléfono de principios de los noventa, cuando mi vida social y amorosa comenzaba por el prefijo 91. Mi madre vino a buscarme a mi habitación, te llama… y dijo su nombre. Se quedó mirándome para ver cómo reaccionaba. Era el final del invierno. De esos inviernos de Madrid con bufandas, gorros y a veces nieve. La luz entraba por el balcón blanca y pastosa, una luz de nubes deshechas. Melancólica. Lo cojo en el despacho de papá, contesté. Entonces buscábamos hablar en el teléfono más solitario de la casa, en un despacho, un dormitorio vacío, un salón de porcelanas y fundas en los sofás que guardaba un silencio de momia. El inventario de lugares propicios al amor —o para hablar de amor— era escaso. Ángel González nos lo contó en su poema: El invierno elimina muchos sitios, orillas de los ríos, bancos públicos … las ordenanzas, además, proscriben la caricia…

Le di las gracias a mi madre y cerré la puerta tras de mí. Escuché el ruido de sus pasos alejándose antes de descolgar con un lacónico dígame de mano palpitante. Era él. Habíamos quedado hacía semanas, sino meses, en que no volveríamos a vernos. Me gustaba su voz como de rocas. Su actitud inquietante, como si aquello que hacía o decía fuera lo último en nuestras vidas. Me gustaba su sonrisa triangular, su manera lenta de acercarse a mí, sus ojos de túnel. Había viajado a Moscú de paso de Ecuador y me había traído un regalo. Nos vimos en su casa de la sierra, en esos encuentros que tienen el halo turbio y delicioso de lo prohibido —y más a los veinte—. Bebimos vodka y soñamos, porque aquel era nuestro tiempo. Él estudiaba arquitectura, pero quería ser pintor, yo estudiaba Derecho, pero quería ser escritora. Vivíamos una bohemia de libro, de poemas, de cuadros. Nos veíamos en París, viviendo en una buhardilla fuera de su época: tomaríamos café au lait en una mesa cercana a la de Modigliani y pasearíamos, al atardecer, por las orillas del Sena, buscando esos lugares propicios al amor —los bancos fríos, las escaleras rotas de subida a Montmartre—. Tengo el recuerdo nítido de aquella tarde y, sin embargo, siento que nunca pasó. Solo la muñeca rusa que aún guardo en lo alto de un armario es su testigo. A veces la busco y recorro con mis dedos la pequeña cesta que tiene entre las manos, con unas setas en su interior. Ella permanece incólume junto con sus cabellos rubios, su pañuelo de grecas, su delantal de bordados con flores.

A ese encuentro le siguieron otros, pero todos tenía el hálito de lo irrealizable, de lo que solo pertenece al momento en que se vive. Nuestra historia se fue deshilachando como las nubes y quedó en aquellos recuerdos por los que uno se pregunta y culpa a la juventud, al destino, para no culparse demasiado a sí mismo. Hasta que se puso por medio un océano, el Atlántico. Él se fue con una beca a Buenos Aires. Nada habíamos soñado sobre las jacarandas en primavera, inflamando la ciudad de violeta, ni habíamos bailado tango en aquella discoteca de verano de la sierra madrileña, que ya cerró, sino pop español. Y en él quedó atrapada nuestra historia. En un puñado de estribillos de canciones que aún me remueven cuando saltan de la radio del coche sin avisarme. Todo quedó en aquel: “me cuesta tanto olvidarte”, de Mecano, o en “quiero ser el único que te muerda la boca”, de Los Rodríguez. Y más allá de esos poetas urbanos, quedó esa esperanza oculta que se tapa con la nada cotidiana, ese juego privado de pensar: y si me lo encontrara ahora, con el paso de los años, y pudiéramos hablar de lo que ocurrió y no ocurrió; quedó en ese preguntar por él a los amigos comunes, a veces con disimulo, y saber que no sé casó, que vivió en China, en Colombia, pero nunca en París, ni yo tampoco. Y en ese esperar íntimo, secreto, que tarda años en aparecer y que se desvanece pronto, suave, calificado de tontería, la vida transcurre, pasa, hasta que sin saberlo te da la última oportunidad, sin tú saberlo, insisto, sin tú esperarlo, que es como la vida actúa. Un cruce de caminos en Bogotá que yo dejo pasar, porque habrá, me digo, otro momento que no hubo. Un año después, a través de una amiga común, me enteré de lo que no querían que me enterase porque estaba escribiendo una novela con prisa editorial, me enteré de que se había ido, así sin más, para siempre y por su mano. Me ahogué y salí a la calle. ¿No han sentido alguna vez que el mundo no puede continuar como hasta entonces? Los coches circulando por las calles, el viento agitando las hojas de los castaños de Indias, el hombre que saca al perro, cruza la calle y sonríe. La vida no puede seguir así sin más y, sin embargo, sigue.