Opinión

Heroínas e hijas de puta de la Segunda Guerra Mundial

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Arribamos al octogésimo aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial con una reedición del Pacto Ribbentrop-Mólotov, con un Estado soberano en el quirófano de los psicópatas y con los mancebos alemanes votando en masa por la extrema derecha de Alternativa por Alemania (AfD) y por la extrema izquierda de La Izquierda (Die Linke). El liberalismo y la socialdemocracia, las corrientes que vertebraron políticamente Occidente, tosen sangre, y las nuevas, que no lo son tanto, se han propuesto desahuciar a los ancianos del asilo y montar un Casa Pepe con multimillonarios o un Patio Maravillas con saduceos woke en el que o comulgas con sus respectivas hostias, o a la puta calle. Eadem, sed aliter. El escritor comunista César Arconada escribió en 1928 que “un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa menos tener viejas ideas liberales”. Si no estamos en esto, empezamos a estarlo.

El filósofo holandés Rob Riemen sostiene que “no aprendemos las lecciones de la Historia, sencillamente, porque no la conocemos”. Para saber más sobre la mayor contienda bélica perpetrada por el Homo sapiens, el periodista cultural y programador Miguel Ángel Santamarina ha publicado La guerra que cambió el mundo (Ediciones B, 2025), un contenedor de efemérides de la II Guerra Mundial; un ensayo con pulso narrativo, documentadísimo, que se puede leer como un libro de relatos. Escribe el autor en el prólogo: “Quizá ha sido el recuerdo aterrador de lo que ocurrió en Leningrado, Okinawa o Dachau lo que ha impedido dar el paso definitivo hacia una nueva contienda como la que se vivió en la II GM”. Hacía mucho que ese quizá no estaba tan estado tan agrietado como en el arranque del 2025.

Santamarina versa –y no poco– sobre las mujeres. Reconoce el horror de las esclavas sexuales chinas y el de las alemanas violadas al son de La Internacional, y nos presenta a un notable puñado de heroínas, amén de a otras tantas hijas de puta. En el lado del Bien, conocemos, por ejemplo, a la espía cántabra Marina Vega de la Iglesia, encargada de traer judíos de Francia hasta Madrid, donde organizaba un segundo viaje a Argel; a Geneviève de Gaulle-Anthonioz, boicoteadora, articulista y superviviente del campo de concentración; a las mujeres que introdujeron explosivos en un crematorio y una cámara de gas de Auschwitz intentando reventar el Averno –fallidamente, ay–, o a Virginia Hall, coja, diplomática, encargada de preparar a los combatientes de la resistencia en operaciones de sabotaje contra los alemanes en Normandía, “de todos los espías aliados, esa mujer es la más peligrosa”, según Klaus Barbie, el Carnicero de Lyon.

Luego están las bichas malísimas, las primas de Belcebú. Recuerda Santamarina que doce millones de mujeres pertenecieron a asociaciones afiliadas al régimen nazi: “La gran mayoría eran mujeres independientes, sin necesidades económicas, que no ayudaron por obligación ni al dictado de ningún hombre”. En el noveno círculo del Infierno, encontramos a Maria Mandel, jefa de campo de Birkenau, que pudo firmar la sentencia de muerte de 500.000 personas; a Irma Grese, apodada, por lo que fuera, El Ángel Exterminador; a Dorothea Binz, responsable de la muerte de 100.000 personas; a la antigua misionera Juana Bormann, que entrenaba a perros para matar a mordiscos a los prisioneros que no eran capaces de hacer los trabajos forzados, o a Hermine Braunsteiner, La Yegua de Madjanek, que tenía por costumbre dar patadas (coces) en el estómago a las reclusas hasta que estas morían por los golpes. Angelitas.

Resuenan sin alegría algunos cánticos de nuestra época en La guerra que cambió el mundo. Quiero creer que la lectura y el estudio de libros como el de Santamarina, trasuntos de celulosa de Supradyn Memory, sirven para que a los perros ladradores no les dé por morder. Mas no lo sé, francamente.

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