Opinión

Héroes anónimos

Un padre lleva a su hijo en silla de ruedas. María Jesús Güemes
Actualizado: h
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El hijo de Paloma se cayó por un precipicio y sufrió un traumatismo craneoencefálico. El de Fernando, un ictus. Lo lógico es pararse a pensar en esos dos niños, pero a mí no se me van de la cabeza sus padres. Al verlos, nadie diría lo que llevan encima. Sorprende que todavía se mantengan en pie y sonrían. No todo el mundo resiste lo que han pasado. A veces, los héroes anónimos se camuflan entre nosotros. Van a la compra, se pasean por la calle y esperan el metro. Están sentados a tu lado y no lo sabes.

Sus historias son sólo algunas de las que cuentan las personas con daño cerebral adquirido y sus familiares. Todas son devastadoras. Es imposible imaginarse lo que han vivido. Nadie se puede poner realmente en su lugar porque el dolor es menos dolor cuando es ajeno.

La sociedad desconoce que los más pequeños también tienen accidentes cerebrovasculares y que se pueden evitar consecuencias muy graves si se actúa deprisa. Ante la más mínima señal, lo mejor es llamar a una ambulancia.

Por ejemplo, en Madrid hay tres hospitales de referencia que se van turnando para atender durante las 24 horas todos los días de la semana: La Paz, el Gregorio Marañón y el Doce de Octubre. A veces, conviene dar este tipo de información de servicio para no perder tiempo y acudir de inmediato a unas Urgencias de guardia. Esto último junto a una rehabilitación temprana son fundamentales para la recuperación. Un equipo multidisciplinar -con fisioterapeuta, logopeda y neuropsicólogo- tiene que involucrarse para evitar secuelas invalidantes.

No hay que olvidar que en España hay medio millón de afectados y que cada año se producen más de cien mil casos. Las asociaciones les orientan, representan y siempre están reclamando recursos. ¿No es más fácil lograr que alguien se reinserte a darle por perdido y pagarle una pensión? Puede que ya nada sea igual, pero no por eso hay que tirar la toalla.

Muchos de ellos, desde luego, no desfallecen. Muestran una inexplicable fortaleza y denuncian el desamparo que sienten cuando salen de la burbuja hospitalaria. Entonces, se adentran en un desierto asistencial, la vuelta a casa es un abismo y la forma de relacionarse con los demás, se complica.

Hay quien se siente abandonado frente a semejante montaña de dificultades y algunos reconocen que es un proceso de adaptación que conlleva un gran coste emocional. El objetivo, sin duda, es poder alcanzar una autonomía suficiente. Para ello, los expertos recomiendan reforzar la figura del asistente personal y facilitar la accesibilidad en todos los ámbitos.

Cuando escucho los testimonios de personas con una discapacidad sobrevenida, siempre pienso en lo afortunados que somos. Es una lástima que nos demos cuenta de este tipo de cosas al compararnos. No sabemos que la felicidad es eso que uno está viviendo mientras va lamentándose de todo.

Los cuidadores sí que tienen derecho a quejarse. Recuerdo a Paloma contándome su paso por el psicólogo: “Necesitamos ayuda. No somos robots, somos humanos, somos frágiles, caemos, nos rompemos y nos deprimimos. Esta es una carrera de fondo y hay que seguir adelante”. Las familias son luchadoras porque no tienen más remedio. A pesar de ello, su adaptación es admirable.

A mucha gente le cambia todo alrededor de un día para otro. Le puede pasar a cualquiera. Joan Didion lo plasmó muy bien en El año del pensamiento mágico, al relatar la muerte repentina de su marido: “La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”. Quien lo haya leído, no podrá olvidar nunca estas palabras. Son tan demoledoras que permanecen para siempre en la mente de uno y ayudan a comprender que hay que disfrutar del aquí y el ahora.