‘A sangre fría’ de Truman Capote es un libro que cuando yo comencé la carrera de periodismo me lo recomendaron leer en la Universidad. Era un momento en el que se enseñaba periodismo de manera sistemática en las universidades y se recomendaba como una obra muy interesante para analizar por los futuros comunicadores. ¿Por qué nadie se planteo que la obra de Capote no debía publicarse, si el autor narraba el horrendo crimen de la familia Clutter, en Holcomb, Kansas? ¿Por qué, incluso, Capote se paseó por todos los platós de Estados Unidos anunciando que había creado un nuevo género literario, que era la novela de no ficción y no hubo ningún revuelo? La obra se centra en un asesinato, en el que hay dos adolescentes por medio, más el padre Herb Clutter y su esposa Bonnie.
El escritor se adentra en la vida de los asesinos y llega a establecer vínculos con ellos. Como dato hay que subrayar que ‘A sangre fría’ se sigue editando. Otro de mis libros favoritos y, que también me lo recomendaron durante mi época universitaria, fue ‘El adversario’, de Emmanuel Carrére, que cuenta la historia del falso médico Jean-Claude Romand que agobiado por las deudas y las mentiras, mata a su esposa, a sus dos hijos, a sus padres e intenta suicidarse sin conseguirlo. El relato de ‘El adversario’ asusta porque confronta la vida de un médico que asegura a sus amigos trabajar para la Organización Mundial de la Salud y que, sin embargo, tiene ideas suicidas porque se ve aplastado por una realidad que puede con él. Tiene su cosa que, tanto ‘A sangre fría’, como ‘El adversario’ son dos libros que en su momento publicó Anagrama, la editorial que hoy está en entredicho por la historia de ‘El odio’, el libro que aborda la muerte de dos niños asesinados por su padre que ha sido condenado por la justicia a 40 años de cárcel.
El odio escrito por el escritor Luisgé Martín indaga en el crimen que José Bretón perpetuó, en el año 2011, contra sus dos hijos menores, José y Ruth, de seis y dos años. Según todos los informes policiales y judiciales, Bretón lo hizo con el fin de vengarse de su mujer. Al conocerse la noticia de la publicación del libro, Ruth Ortiz presentó un recurso ante la Audiencia Provincial y la Fiscalía de Córdoba por considerar que el relato era una intromisión ilegítima del derecho a la intimidad y a la propia imagen de los menores fallecidos. La Fiscalía de Menores de Barcelona pidió como medida cautelar suspender la publicación y la editorial paralizó su distribución. Después la justicia desestimó la prohibición de prohibir el libro, pero Anagrama ha dado un paso atrás y ante el riesgo de amenazas que pueden recaer sobre el autor y la propia editorial ha decidido por el momento no distribuir la historia. En las últimas horas la editorial ha decidido extinguir el contrato con el autor. Y esta decisión, en mi opinión, es un gran error que acorta la libertad de expresión y que va a servir de antecedente ante próximas creaciones literarias.
El caso ha despertado una ola de indignación comprensible por el impacto que causó el asesinato de dos niños de seis y dos años a manos de su padre. Muchos ciudadanos han entendido que dar voz al asesino, por mucho que se diga arrepentido, equivale a condenar a la madre a revivir el suplicio que vivió. En este caso concreto, la colisión del derecho al honor y a la intimidad con el derecho a la libertad de expresión es flagrante. No existe ninguna regla ni ninguna fórmula para saber a partir de qué momento es legítimo escribir sobre un episodio tan terrible y, de hecho, la literatura y el cine se han nutrido muchas veces de hechos sucedidos en la realidad, a veces, con el propósito de explicar los hechos del pasado y otras con el propósito de denunciarlos. Y en este caso, el autor ha declarado que su propósito era entender cómo funciona la mente de un asesino y las razones de un odio que le llevó a utilizar la muerte de los hijos para torturar de por vida a la madre. La justificación para suspender cautelarmente su distribución no puede estar en el dolor derivado de su lectura. Pero lo que sí añade dolor al dolor es que la madre de los niños no fuese advertida de la existencia del libro hasta que la editorial anunció su publicación. Este ha sido el error del autor y de la editorial: ocultar a Ruth Ortiz, víctima directa de la violencia vicaria a través del asesinato de sus hijos, la existencia del proyecto.
Cuando está en juego la vida y la muerte de las personas a las que se identifica y se cita con nombre y apellidos, la escala de las obligaciones profesionales o morales que debe asumir un periodista o un escritor trasciende la literatura y, en este caso, ha sido muy insuficiente. Cuando yo escribí ‘Vivir después de matar’, la historia de 13 ex terroristas de ETA, que habían decidido abandonar a la banda terrorista con muchos muertos a sus espaldas, con los primeros con los que hablé fue con los familiares de las víctimas de esos asesinos “arrepentidos”. Creo recordar que tardé un mes en localizar y comunicarme con todos ellos para explicarles el proyecto que tenía entre manos. A algunos les gustó más que a otros, pero todos supieron por mí antes de comenzar a escribir que veía imprescindible contar la vida de gente que ha militado en ETA para exponer la barbarie de una organización que ha matado durante cuarenta años con “su tiro en la nuca” por imponer un proyecto político que el resto de ciudadanos sabíamos que no iba a salir adelante.
Después vino el resto: contactar con los presos, convencer a la Dirección General de Prisiones de que me autorizase a entrar en la cárcel y trabajar con ellos y, por supuesto, contar su historia de la forma más aséptica posible, sin juicios precipitados e insinuaciones sin contrastar. Se trataba de hacer una reconstrucción de los actos y pensamientos de un asesino con el convencimiento de que, gustase o no el libro, mi compromiso moral con las víctimas se había cumplido. Y esto es lo que ha faltado en este caso de ‘El odio’. Por supuesto que la editorial tiene todo el derecho a publicarlo. Lo que sí parece exigible en este caso es cierto modo de abordarlo.