Hace casi veinticinco años conocí a una mujer que se dedicada comprar pisos y revenderlos más caros. Al gozar de un buen sueldo de funcionaria (no excelso, pero sí buen sueldo) pedía un préstamo, compraba una casa, esperaba unos meses, y la vendía más cara. Luego compraba otra, y luego otra. Poco a poco fue haciendo un capitalito. Era una mujer rabiosa, con cierto rencor por lo que creía merecer y no haber tenido.
Mientras me contaba esta operativa yo no tenía ni veinte años, y ya me olía mal. Pensaba que, si todo el mundo hacía esto, no íbamos a tener dónde vivir. Al poco de coincidir con ella conocí a un heredero de algo más de cuarenta años (cuarenta años de los del año dosmil) que paseaba por Madrid con su hayga y que llegó, incluso, a dejarlo en mitad de la calle San Bernardo porque no le apetecía buscar sitio para aparcar. El coche se lo llevó la grúa, por supuesto. Y él se quejó de tener que ir a buscarlo a las Barranquillas. En otra ocasión le vi presumir en un bar diciendo que había alcanzado un nuevo pico en precio de venta de un terreno en Madrid.
Esto fue el año 2006. No se qué fue de ellos dos después (y tampoco me hace falta). Cuando ellos presumían de esas maniobras yo pensaba en lo mal que iba a estar todo cuando yo llegara a la mediana edad. Y ahora, ya paseando por la cuarentena, contemplo el desolado paisaje inmobiliario. Habito una ciudad que se hace poco a poco más difícil de sobrellevar, con franquicias horrendas, pequeños negocios que subsisten a duras penas y que dejarán de hacerlo cuando sus dueños se jubilen. Visito librerías que de cuando en cuando cierran porque el alquiler no se puede pagar. Reconozco a menos vecinos, porque algún malnacido en mi edificio ha puesto tres viviendas en Airbnb a pesar de estar prohibido en los estatutos.
A veces pierdo el sueño pensando en qué pasará si dos o tres vecinos mueren y sus herederos deciden vender los pisos y se hace una nueva asamblea, y me acaban echando a base de hacerme la vida imposible (ya he conocido casos así). Me pregunto a dónde iré con lo que se paga en mi sector. En dónde me meteré. Los bares que me gustan desaparecen porque les suben el alquiler. Otros son intransitables porque son atracciones turísticas. Me gustaría salir, pero eso me convertiría en turista, en la caspa de otro cráneo.
Por aquí se pasean muchos ricos veinteañeros que han venido a hacer sus MBA, sus masters vacacionales antes de entrar en la empresa familiar. Son todos iguales: guapos (operados, ellos y ellas), altivos, maleducados, racistas, y profundamente clasistas. Lo sé porque paseo por las tiendas en las que ellos compran, y les escucho. A veces los dependientes les atienden antes a ellos que a nosotros.
Mientras tanto desaparecen los pisos en alquiler, y los que están en venta siguen subiendo. Dice Yolanda Díaz que no se puede hacer nada. Dice la derecha que no se debe hacer nada. El mercado debe seguir su curso. Pero el mercado no entiende de problemas sociales. Al mercado le sobramos las personas, especialmente si somos ya un poco mayores. Al mercado no le sobran los jubilados, porque tienen ahorros. Les sobramos nosotros, los de entre treinta y cincuenta. Somos el excedente de un stock humano absolutamente improductivo.
¿Quién quiere escritores, profesores, enfermos, traductores, filólogos? El mercado necesita analistas de datos, economistas, y sobre todo ricos. El mercado necesita deshacerse de un gran sector de la población. Ojalá en el año 2000, cuando conocí a aquellos especuladores, hubiera hecho algo rompedor, algo útil, quizás violento, quizás poético. Ojalá hubiera hecho algo de lo que me pedía el cuerpo. Aunque hubiera sido marcharme y dejarles allí. No sé qué va a ser de nosotros, pero que tiemble el mercado cuando no tengamos nada que perder, porque podemos pasar de ser excedentes a convertirnos en una avalancha.