Opinión

Guerra sucia en la Justicia

Ángeles Caso
Actualizado: h
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¿Alguno de ustedes ha votado una sola vez en su vida a un juez, una magistrada o un fiscal? No, por supuesto. Las personas que imparten justicia, al menos en este país, no son elegibles. Llegan a su puesto de funcionarios públicos mediante un proceso de selección. Podríamos —es más, deberíamos— debatir largo y tendido sobre la idoneidad de ese sistema de selección, que, como casi todas las formas de oposición en España, parece anclado en un pasado muy remoto basado todavía en buena medida en lo memorístico. Un verdadero sinsentido en un tiempo en el que la memoria de todos los seres humanos juntos, los vivos y los muertos, cabe en un pequeño aparato que llevamos en la mano o en el bolsillo del pantalón.

Está claro además que ese sistema beneficia a quienes tienen los recursos suficientes para pasarse mucho tiempo encerrados en casa, alargando durante años su formación hasta acceder a un empleo remunerado. No siempre es así, pero a menudo ocurre que esas personas pertenecen a entornos económicamente privilegiados e ideológicamente conservadores, lo cual ayudaría a explicar la tendencia política de buena parte de los miembros del sistema judicial español.

Como bien sabemos, en efecto, la mayoría de jueces y juezas afiliados a alguna asociación forman parte de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), que nunca ha disimulado su simpatía por la derecha, representada en este país fundamentalmente por el Partido Popular, y en los últimos tiempos también por Vox. Si a los adscritos a la APM les sumamos parte de los centristas de la Francisco de Vitoria, la tendencia al conservadurismo entre los togados resulta abrumadora. Algo parecido ocurre también con los fiscales.

El hecho de que una organización profesional tenga unas simpatías ideológicas claras no me parece en sí nada escandaloso: la mayoría de los colectivos humanos las tienen, y suele resultar más sospechoso que las disimulen a que las reconozcan abiertamente. Lo que sí es altamente preocupante es que esas simpatías —y sus consiguientes antipatías— afecten al ejercicio profesional de quienes las practican. En el caso de los fiscales y, sobre todo, de los jueces, cuyas decisiones resultan trascendentales para la vida de infinidad de ciudadanos y para la convivencia de todos, que la querencia hacia un partido político influya en su manera de instruir un caso y en sus autos y sentencias me parece abiertamente peligroso para el sistema democrático.

No pretendo meter a toda la judicatura en el mismo saco, por supuesto, pero lo que está ocurriendo actualmente en España va mucho más allá de la falta de profesionalidad: es evidente que muchos fiscales y jueces se han declarado en rebeldía contra el gobierno actual, generando una guerra entre poderes cuyas consecuencias son aún imprevisibles, pero cuya gravedad empieza a resultar extrema.

Ha ido habiendo muchos avisos a lo largo del tiempo, pero creo que la alarma más importante la dieron las concentraciones que un grupo muy relevante de jueces realizó ante sus propios juzgados el pasado mes de noviembre para protestar contra la por entonces futura Ley de Amnistía, que iniciaba sus trámites en el Parlamento. Concentraciones que, como era de esperar, fueron avaladas por la Comisión de Ética Judicial —organismo elegido por ellos mismos— y que supusieron un enfrentamiento más que evidente con el poder legislativo.

Un hecho inaudito, difícilmente admisible en un país democrático, y que puso de relieve que ese importante sector de la judicatura está dispuesto a lo que sea con tal de dificultar no solo la tarea ejecutiva del gobierno, sino también la legislativa del Parlamento. Quizá, como algunos sostienen, siguen la consigna que José María Aznar lanzó en aquellas mismas fechas de noviembre: “El que pueda hacer, que haga, el que pueda aportar, que aporte.” Un gran lema para toda clase de zancadillas, trampas, creación de bulos y jugadas siniestras.

A esos jueces y juezas, a esos fiscales y fiscalas —sí, fiscala es un término correcto, aunque nuestro oído no esté acostumbrado a él— conviene recordarles cuál es su papel en un estado democrático. Y ese papel está muy claro, y lo recogen incluso, además de la Constitución, los estatutos de sus propias asociaciones conservadoras: un juez debe ser (y cito textualmente el texto de la APM) un “técnico de Derecho, jurídicamente técnico, imparcial y políticamente neutral”.

Un juez o una fiscal pueden interpretar una ley e, inevitablemente, lo harán desde su propia perspectiva. Pero no son ellos quienes llegan a acuerdos políticos y elaboran las leyes. Su único deber es aplicarlas. Si lo que quieren es hacerlas a su manera, que abandonen su toga y se presenten a las elecciones. El sistema democrático no les ofrece muchas más opciones. Todo lo demás es, simplemente, guerra sucia.

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