Escribe Marco Polo en su Libro de las maravillas que, rondando por la ciudad persa de Sava, allá por Mordor de la Pradera, los paisanos aseguraban que los Reyes Magos partieron desde aquel punto del planeta, donde también yacían –chafando a los alemanes que, arrimando el ascua a su sardina, sostenían que los restos de Melchor, Gaspar y Baltasar reposaban en la catedral de Colonia– en “tres grandes y magníficos sepulcros” construidos ex profeso. Al curioso mercader veneciano le brotó el instinto de reportero, investigó el asunto y, pocos días después, arribó a otra ciudad, Cala Atapereistan, que significa “Castillo de los Adoradores del Fuego”.
Según le contaron al fabuloso viajero medieval, los calaatapereistaníes, o como se diga, veneraban a tres reyes que, en la Antigüedad, caminaron más que Labordeta para “adorar a un profeta que acababa de nacer” y para llevarle “tres presentes: el oro, el incienso y la mirra”. En realidad, tratábase de una treta para desvelar o desmontar la presunta identidad mística del infante: “Si tomaba el oro, era rey terrenal; si el incienso, era un Dios; si la mirra, entonces era un médico”. El niño, en plan ansia viva, se quedó con las tres y, en correspondencia, les entregó “un cofrecillo cerrado” que contenía una piedra “para que comprendieran que debían permanecer firmes como rocas en la fe que habían abrazado y que los había guiado hasta allí”. En el camino de regreso, los tipos abrieron sus cofres, se llevaron un chasco con el pedrolo y lo arrojaron a un pozo. Al instante, “un fuego ardiente bajó del cielo y penetró en el pozo”. Desde entonces, “está ardiendo y lo adoran como si fuera un dios”.
Este lunes, Occidente celebra el Día de los Reyes Magos. En España, se abstienen de festejarlo una minoría ínfima de ateos recalcitrantes, algún que otro agnóstico pedante con pasado ciudadaner y, evidentemente, gentes de otras religiones. Con su pan se lo coman. Conmemoramos que, según San Mateo, “habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ‘¿Dónde esta el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo’”, y lo que sigue. Benedicto XVI explicaba en su extraordinario libro Jesús de Nazaret (Encuentro, 2018) la polisemia del concepto de magos (mágoi): el vocablo englobaba a los miembros de la casta sacerdotal persa, a los brujos, a timadores y seductores y, como es el caso, a los “hombres que poseen y ejercen un saber y poder sobrenatural”. Un astrónomo vienés, Konradin Ferrari d’Occhieppo, argumentaba que estos astrólogos partieron de Babilonia en torno al 7 a.C., cuando se produjo la conjunción de Júpiter, planeta que representaba a Marduk, dios principal de Babilonia, y Saturno en la constelación de Piscis.
Ya fuera desde Sava, ya fuera desde la gran urbe que albergó la Puerta de Ishtar, según los creyentes –entre quienes me encuentro–, aquellos fulanos recorrieron más kilómetros que Carlos Sainz motivados por algo de lo que andamos caninos en enero de 2025: esperanza y salvación. No es mal momento para desempolvar el significado de sendos significantes. Y, efectivamente, que los Reyes eran los padres lo descubrí con seis o siete años, cuando pillé a mis queridos y descuidados progenitores volviendo de un centro comercial cargados con el Tigrezord Blanco de los Power Rangers. Pero, frente a los cenizos, los avinagrados y los renegados, qué narices, celebro el 6 de enero como el canon manda.
Así pues, queridos Reyes Magos: como este año he sido muy bueno, podríais pagarme dos o tres cuotas de la hipoteca…