Como ya sucedió en 2013, cuando su predecesor, Benedicto XVI, decidió renunciar al ministerio pretino, Europa y el mundo entero volvieron sus ojos a Roma con motivo de la muerte del papa Francisco. Y esto fue así hasta el punto de que apenas se habló y escribió ayer de otra cosa en los medios de comunicación de masas a lo largo y ancho del planeta.
Este hecho habla a las claras de la posición especialísima que la Iglesia católica, en general, y la Cátedra de San Pedro, en particular, sigue ocupando en nuestro mundo globalizado, aunque muchos la dan por amortizada y la describen como una reliquia del pasado irrelevante en nuestros tiempos modernos.
La realidad, como pudo constatarse durante la jornada de ayer, parece ser otra. La realidad es que Occidente sigue intuyendo con claridad donde se encuentra el relicario de su alma: en Roma, la ciudad eterna, el núcleo desde el que fue irradiada la cultura cristiana a toda Europa, una cultura que engendró en su seno las instituciones fundamentales -universidad, hospital, parlamento- que siguen definiendo nuestra civilización.
Esa es la razón íntima que explica que la atención mundial se centre en la muerte de un sencillo sacerdote argentino -jesuita para más señas- que hace doce años fue llevado por la fuerza irresistible de los vientos de la Providencia desde su Buenos Aires natal, hasta la eterna Roma, que ayer le vio partir. Hasta ese día de 2013 en que su vida cambió para siempre, su nombre había sido Jorge Mario Bergoglio, desde entonces todos le conocimos como Francisco.
Ya en ese primer momento, desde aquella primera alocución improvisada en el balcón de la Plaza de San Pedro, todos -católicos y no católicos- intuimos que nos encontrábamos ante una figura especial. Su sonrisa franca, su tono cercano, la elección de un nombre -Francisco- que evocaba al poverello de Asís, anunciaban un pontificado marcado por la humildad, la cercanía y una profunda preocupación por los más desfavorecidos. No era un teólogo académico como Benedicto XVI, ni un gigante carismático como Juan Pablo II, pero su autenticidad y su capacidad para conectar con las personas hicieron de él un pastor universal, un guía espiritual en un mundo cada vez más fragmentado.
Francisco asumió el timón de la Iglesia en un momento de enormes desafíos. En 2013, la institución católica se enfrentaba -y deberá seguir enfrentándose en el futuro- a un contexto global marcado por la secularización acelerada en Occidente, el auge de nuevas formas de espiritualidad desvinculadas de las instituciones tradicionales y una polarización creciente en las sociedades. En este escenario, Francisco optó por un liderazgo basado en la misericordia, el diálogo y la centralidad del Evangelio, buscando siempre tender puentes en lugar de alzar murallas.
Su pontificado no estuvo exento de dificultades. La tarea de gobernar una institución milenaria, con más de mil doscientos millones de fieles repartidos por todos los continentes, es titánica en cualquier circunstancia. Pero Francisco lo hizo en una era de cambios vertiginosos, donde las revoluciones tecnológicas, las crisis migratorias y los conflictos geopolíticos han redibujado el mapa del mundo. Frente a estos retos, el Papa argentino no se limitó a administrar la institución, sino que quiso devolver a la Iglesia su vocación profética, recordándole al mundo que el mensaje de Cristo sigue siendo relevante para abordar los grandes interrogantes de nuestro tiempo: el materialismo práctico, el relativismo moral, la desorientación espiritual de tantos millones de jóvenes, el respeto y cuidado a la Creación, la dignidad de la persona.
Uno de los legados más perdurables de Francisco será, sin duda, su capacidad para hablar al corazón de las personas, más allá de las fronteras confesionales. Su exhortación a construir una “cultura del encuentro” resonó en un mundo tentado por el individualismo y la confrontación. Desde sus visitas a lo que él llamaba “las periferias” -prisiones, campos de refugiados, distritos deprimidos- hasta sus gestos de cercanía con los enfermos y los marginados, Francisco encarnó la imagen del buen pastor que no solo guía a su rebaño, sino que camina junto a él, compartiendo sus alegrías y sus dolores. Su capacidad para proyectar una autoridad moral basada en la sencillez y la coherencia personal le permitió llegar a audiencias que, en otros tiempos, podrían haber sido indiferentes al mensaje de la Iglesia.
Con su muerte, el mundo pierde no solo a un líder religioso, sino a una voz que, desde la humildad, supo recordar a la humanidad sus mejores aspiraciones. Francisco no fue un Papa que buscara el aplauso fácil ni la popularidad efímera. Su fuerza residía en su autenticidad, en su capacidad para ser, como él mismo decía, “un pecador al que el Señor ha mirado”. En un tiempo de desconfianza hacia las instituciones, su vida fue un testimonio de que la fe, vivida con coherencia, sigue siendo una luz capaz de iluminar incluso las noches más oscuras.
Hoy, mientras Roma -y con ella Madrid, España y toda Europa- llora su partida, queda la certeza de que su legado perdurará. Francisco nos deja el ejemplo de un hombre que, desde la sencillez de su corazón argentino, quiso ser para el mundo un reflejo de la bondad de Dios. En este momento de duelo, los católicos -y con nosotros, tantos hombres y mujeres de buena voluntad- elevamos una oración por el eterno descanso de su alma; una oración llena de gratitud por su vida y su ministerio; una oración pronunciada desde el convencimiento de que, desde donde ahora se encuentra, seguirá intercediendo por esta humanidad que tanto amó.