Opinión

Financiación singular y ensoñación separatista

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Podríamos estructurar el documento que contiene los acuerdos habidos entre el PSC-PSOE y ERC en tres grandes ámbitos: el de la instauración de un sistema singular de financiación para Cataluña; el de las relaciones internacionales entre Cataluña, Europa y el resto del mundo; el del refuerzo del catalán como lengua única en la vida pública y privada. Atravesándolos, porque los tres precisan de una financiación que pretenden definir en el primero, aparece repetidamente en el texto algo que ha pasado casi desapercibido, que es la aplicación del denominado principio de ordinalidad. Vayamos por partes.

A pesar de que ni desde el Gobierno ni desde los sedicentes socialistas se quiere denominar al nuevo modelo de financiación que pretenden instaurar en Cataluña como consorcio, un examen del mismo que ni tan siquiera precisa de un detalle minucioso revela que, efectivamente, se trata de un modelo consorcial, fundamentado en que la comunidad autónoma recaude la práctica totalidad de los impuestos y, posteriormente, acuerde con la administración central del estado qué cantidad o porcentaje de la recaudación va a ser transferido a esas instancias centrales. Es lo que se viene haciendo con el País Vasco y Navarra, comunidades autónomas que tienen reconocido en la Constitución este tipo de sistema de financiación. La práctica conduce a que una vez realizada la recaudación, se tome un acuerdo político, que ni tan siquiera se establece conforme a indicadores contrastables, acerca de qué cantidad de dinero se queda en la hacienda de tales territorios y qué porcentaje engrosa las arcas del estado. Como no tienen que demostrar por qué se trata de una tal o cual cantidad de dinero, es evidente que no existe control alguno acerca de la adecuación de la misma ni respecto a su justificación objetiva. En estos sistemas, la “caja” autonómica siempre está “engrasada” porque únicamente se retira de la misma aquello que se acuerda retirar, normalmente a cambio de más concesiones competenciales, que sirven como pretexto para la fijación del denominado “cupo” es decir, de cuánto se va a derivar al estado.

Cataluña no tiene este sistema reconocido en Constitución ni en las leyes. Es más, durante la elaboración de la Constitución, la denominada “minoría catalana” fue consultada al respecto, por si quería algo parecido a los vascos. La respuesta fue negativa (Triás Fargas y el propio Pujol se opusieron) porque se consideró que “recaudar podía ser impopular”. Y así Cataluña entró dentro del régimen general, que está definido en le LOFCA (Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas). Esta ley organiza una serie de “indicadores” (población, renta, ámbito territorial, costos de los servicios transferidos….) que sirven para definir tanto lo que se aporta por la recaudación de impuestos, como para recibir los fondos necesarios para financiar las competencias que tiene cada comunidad autónoma. Es decir, todas aportan a una “caja común” de la cual posteriormente se detraen, según esos indicadores, las cantidades que van a cada hacienda autonómica. Con ello se pretende obtener la estabilidad económica interna y externa, la estabilidad presupuestaria y la sostenibilidad financiera, así como el desarrollo armónico entre las diversas partes del territorio español.

Para que todo funcione, se estableció que la LOFCA sería revisada periódicamente, puesto que podrían existir variaciones substanciales en la población, en el nivel de renta, en los servicios, etc. y, por lo tanto, sería necesario adecuarla a las necesidades de cada período. Pues bien, en el acuerdo mencionado para el establecimiento del régimen singular para Cataluña se dispone explícitamente que no se va a modificar la LOFCA, sino que se va a establecer un nuevo sistema. Una nueva “ensoñación” del separatismo que puede hacer quebrar los principios básicos constitucionales.

Ese nuevo sistema, según tal acuerdo, se fundamentaría en que Cataluña recaudaría todos los impuestos y tributos y, posteriormente, acordaría con la administración central del Estado el porcentaje a ingresar en las arcas comunes. Un sistema que, si no es idéntico al del consorcio y cupo, por más que se le quiera denominar “régimen singular” en ese relato entontecedor en el que quieren introducirnos, se le parece tanto que sería de bobos no reconocerlo como tal.

¿Para qué serviría este nuevo sistema? Desde luego, para atribuir mucha mayor liquidez a la hacienda catalana, que así podría seguir dilapidando los recursos que tendrían que ir a la caja común en “singulares apetencias”, tan “singulares” como el modelo que quieren imponer. Las más destacables, en el texto del acuerdo, son las que se corresponden con las relaciones internacionales de la Generalitat y las que se van a aplicar a la imposición del catalán como lengua única.

En cuanto a las relaciones internacionales, hay que señalar que la Constitución las reconoce en exclusiva al Estado y que el Tribunal Constitucional únicamente acepta una cierta “acción exterior” de las comunidades autónomas en la promoción de actividades económicas o culturales. Pero no es esto lo que se hace en Cataluña, donde la Generalitat ha creado un verdadero entramado de relaciones internacionales mediante unas “embajadas” que se han dedicado a difundir las “bondades” de la independencia y que actúan totalmente al margen de la diplomacia estatal. Para reforzar este ámbito, se ha buscado una persona con prestigio en las instituciones europeas que va a tener que lidiar mangas y capirotes para impulsar el blanqueamiento de las políticas del resto de consejerías, tanto las actuales como las pasadas. Porque no es otra la intención de reforzar la presencia institucional de Cataluña ante la Unión Europea, las Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales, lo que fundamenta la creación de una tal consejería. “Vender adecuadamente” la “ensoñación separatista” va a ser el trabajo principal del flamante consejero. Y eso, desde luego, cuesta dinero. Claro que si se consigue el consorcio y el cupo puede haberlo de sobra.

También cobra un cierto detalle el uso de la lengua catalana en el acuerdo de marras. Lejos de situarlo en el marco de las coordenadas constitucionales e internacionales, se rechaza directamente la interpretación realizada por los tribunales, el Superior de Justicia de Cataluña y el Tribunal Supremo, cuando estos exigen que en la enseñanza tanto el catalán como el español sean lenguas vehiculares y que se imparta al menos un 30% de las materias en español en los centros que aplican la inmersión en lengua catalana (que son todos los públicos y concertados, es decir, la práctica totalidad, pues solo los privados, que son muy pocos, pueden decidir el uso de la lengua en las actividades educativas). Además, se pone también el acento en el uso de la lengua catalana en actividades privadas, comerciales, en la sanidad, etc. De tal modo que se va a reforzar el sistema discriminatorio por el cual se pretende que el español desaparezca en la práctica como lengua de uso normal en Cataluña. Eso también necesita de un aumento de financiación, que se va a conseguir con la creación de una consejería específica para ello, que va a ver aumentado su poder de gasto con el establecimiento del “sistema singular”.

Por último, señalaré que, a pesar de que se ha prestado escasa atención a esta cuestión, en el acuerdo se señala reiteradamente que “la solidaridad” a que estará obligada Cataluña respecto de su contribución a la caja general, estará limitada por el “principio de ordinalidad”. ¿En qué consiste tal principio? Contrariamente a lo que se nos quiere hacer creer, es realmente inexistente en cuanto que tal en los sistemas federales. Que el Tribunal Constitucional Federal alemán haya hecho alusión al mismo en alguna sentencia, sin imponerlo porque no sería de recibo en un sistema federal, no significa que sea “de uso corriente” como algunas voces (o voceros) predican. Si existiera, ello significaría que, en los estados federales, los entes subestatales que más aportaran a la caja común más tendrían que recibir. Es decir, como si los grandes contribuyentes, porque son las personas físicas y jurídicas y no los territorios quienes pagan los impuestos, fueran quienes más tuvieran que estar beneficiados por deducciones fiscales y otras prebendas. La solidaridad, que es propia de los sistemas como el alemán o el estadounidense, desaparecería para ser sustituida por el axioma de que quien más tiene, más tiene que recibir. No existe un solo sistema federal que se base en tal principio, pues precisamente el de solidaridad se instaura para disminuir las diferencias. En Alemania, tras la recaudación y la asignación del reparto, cada land recibe en esencia la misma cantidad por habitante. Para ello, es necesario que, efectivamente, existan donantes y receptores, en un modelo de redistribución que no aumente las diferencias, sino que las disminuya.

Que no nos engañen, pues. No es un “avance hacia el federalismo” lo que se instaura con ese régimen singular que se pretende. Todo lo contrario. Se trataría de instaurar un sistema confederal, asimétrico, en el que las discriminaciones y las desigualdades aumentarían tanto más cuanto más comunidades autónomas entraran en ese tipo de sistema. Con la soberanía nacional en entredicho, haciendo cada comunidad de su capa un sayo, destruiríamos sin contemplaciones el sistema democrático de que nos dotamos cuando aprobamos la Constitución de 1978.

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