Resignarse puntualmente vacuna contra la frustración y la cólera. A la tropa bienintencionada que, en el desguace lujoso de Occidente, sigue apostando por una sociedad regida por el bien, la verdad, la belleza y la libertad, les digo, como cantaba Leonard Cohen en “Nevermind”, que “la guerra se perdió, / el tratado se firmó”. Creo que la única resistencia efectiva es la que se ofrece desde el “yo” y desde el “nosotros” compuesto por los más queridos e íntimos; a partir de ahí, quién sabe. Recordemos a mi tocayo: “El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza”, que “es la más pequeña de las semillas”. Mientras hay vida, etcétera.
Evito las batallas culturales porque, para participar en ellas, tienes que ubicarte en un bando, armarte mal que bien y disparar contra quien te dispara –porque te disparan– defendiendo sin matices unas posiciones maximalistas que jamás están libres de pecado. El tema de la Leyenda Negra, por ejemplo, que tiene más años que la tos. Pues sí, en efecto, no son pocas las soplapolleces que se esputan sobre la conquista de América, pero jamás me van a encontrar en el batallón rosalegendario que, difundiendo bulos rentabilísimos, propaga por los siete mares que Tenochtitlan cayó con cuatro padrenuestros y una actuación de la Aitana de la época ante Huei Tzompantli –la gran torre mexica que apilaba, nada, poca cosa, más de 600 cráneos–.
Bien, pues aun teniendo más que interiorizado en mi almacén de resignaciones que una buena parte de la izquierda de la patria nuestra considera que la conquista fue una tarea de Belcebú –cuánto daño hizo Eduardo Galeano con Las venas abiertas de América Latina, libro del que llegó a renegar– o, peor, de Franco; y aun pasando como de la peste de las batallitas culturales de uso común, reconozco que, el pasado miércoles, viendo Al rojo vivo, estuve a punto de invocar a Elvira Roca Barea, una autora que no es, ni de lejos, precisamente santa de mi devoción. Pero es que la idiotez, la patada sectaria a la Historia que se escuchó en el magacín político de Antonio García Ferreras, fue de órdago.
Comentaban los tertulianos la, según el Ministerio de Asuntos Exteriores, “inaceptable exclusión” de Felipe VI en la toma de posesión de la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, y el rechazo del Gobierno a participar en la ceremonia, prevista para el 1 de octubre. El quilombo se remonta a 2019, cuando un expresidente con unos apellidos que no pueden ser más españolazos, López Obrador, pidió al Rey por carta que “el Estado español admita su responsabilidad histórica” por las supuestas atrocidades cometidas… por sus propios antepasados, porque ya les digo yo que los míos, que no salieron de La Mancha, no se ventilaron a ningún mexica. Felipe VI no entró al trapo, los tataranietos de aquellos satánicos conquistadores que ahora dicen serlo de Cuauhtémoc rabiaron, se picaron y se hincharon a comer ajos. Por ello, la presidenta electa marginó al Jefe del Estado de la Madre Patria.
Total, que va el director de eldiario.es, Ignacio Escolar, y suelta en pleno debate: “El rey de Bélgica ha pedido disculpas por el pasado colonial en El Congo”. Ante semejante burrada, ¿qué dices, qué haces? ¿Emular, a la española, la escena de La vida de Brian en la que los judíos se tiran dos horas respondiendo a la pregunta de “qué han hecho los romanos por nosotros”? ¿Explicarle la diferencia entre imperios generadores y los colonizadores (depredadores)? ¿Regalarle una carretilla de libros coronada por La conquista de América contada para escépticos, de Eslava Galán?
Por fortuna, Ferreras estuvo perfecto. Aseguró que ambos acontecimientos no tienen “nada que ver”, subrayó la “brutalidad mexica respecto al resto de tribus” y añadió, a Dios gracias, que “es todo un poquito más complejo”. Escolar siguió a lo suyo: “No es solo cuando llegó Hernán Cortés, esto duró varios siglos”. Y Ferreras realizó un contraataque perfecto, madridista: “Son los herederos de Hernán Cortés los que están gobernando ahora México”.
Así pues, gracias, Antonio, por no cebar esa idiotez compartida por una mayoría ovina creciente. Porque no fuimos unos santos, pero tampoco los protagonistas de El corazón de las tinieblas. A toda una civilización me remito. Y, dicho esto, retorno a mi habitual resignación.