Opinión

Eva expulsada del Paraíso y el reguetón

Bad Gyal en el Palau Sant Jordi de Barcelona, antes de seguir con su gira '24 Karats Tour.
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El debate sobre la calidad musical del reguetón y de sus marcas blancas peina canas. Cierto es que el género no integra –aviso: viene una hipérbole pelín populista– la complejidad melódica de Beethoven con la lírica hembra, hermosa y salvaje de Patti Smith, y que muchas de sus letras supuran un machismo grosero y como reptiliano, pero, qué narices, si uno está un sábado a las tres de la madrugada en una discoteca y pinchan Fiebre de Bad Gyal, se pone a bailar como Mónica García en un estudio de la SER; si suena The Sound of Silence de Simon & Garfunkel, igual en ese garito hay que lamentar un suicidio masivo, en plan Jonestown.

Adolecen no pocos detractores del reguetón de un clasismo pestilente y de pitiminí que enturbia una crítica, en general, razonable en el fondo. Creo –y digo “creo”, sin ánimo de dictar sentencia alguna– que las canciones de Karol G o J Balvin, con su ritmo contagioso, primario y tribal, no pasan de un aquí te pillo, aquí te mato, y bien está que así sea: las escuchas, las bailas, las sudas, y a otra cosa. No hay voluntad de trascendencia, y no me refiero a la espiritual, sino a la artística: no hay un más allá, no hay un pasadizo a otros mundos.

Esos pasadizos sí que los he encontrado en mis cantantes favoritos. Por ejemplo: a través de Bob Dylan, llegué a Rimbaud y a los poetas de la Generación Beat; a través de David Bowie, a Julian Barnes o a Don DeLillo; a través de Sabina, a Luis Cernuda o a Ángel González, y a través de Nick Cave, a la fabulosa escritora Flannery O’Connor o a una de mis pinturas favoritas, la Cacciata dei progenitori dall’Eden, un fresco del genial Masaccio que se halla en la Capilla Brancacci, en la florentina iglesia de Santa María del Carmine.

La portada de uno de los mejores discos de Cave, Push the Sky Away, brota, literalmente, del fresco de Masaccio, pintado en torno al 1425 y que representa, como escribe Stephen Greenblatt en Ascenso y caída de Adán y Eva (Crítica, 2018), “el enorme y trascendental cambio que tuvo lugar bajo la presión del movimiento intelectual y artístico llamado Renacimiento”. La imagen es impresionante: Adán y Eva abandonan el Paraíso destrozados, miserables y en pelotas, escoltados por un ángel de rostro hierático, vestido y armado con una espada. Eva intenta taparse el pecho y los genitales consciente de la terrible desprotección que acarrea su desnudez, mientras que Adán, carcomido por la culpa, lo que oculta es su rostro. Greenblatt, de nuevo: “Ya no eran emblemas abstractos, meramente decorativos, de la culpabilidad humana; eran individuos concretos que sufrían, que tenían cuerpos con volumen, peso y, sobre todo, movimiento”.

Una copia de la Cacciata dei progenitori dall’Eden cuelga de una de las paredes de mi salón. En momentos de aridez creativa, la miro buscando inspiración. Me nutro de su belleza, de su violencia y de su humanidad. Cosa parecida hicieron quienes forjaron el Renacimiento: la consideraban una obra de referencia. Pese a diñarla a los veintiséis, a Masaccio le dio la vida para transformar el arte italiano y, por ende, el occidental.

Descubrí esto, ya digo, rascando en la obra de Nick Cave. Dudo que se arribe a instancias similares desde el cancionero de Romeo Santos, mas no olvidemos que, como dijera el autor del Eclesiastés, “todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”. Así pues, cuando suene un reguetón golfo y oportuno, perreen hasta que se les disloque la cadera.

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