Leo en internet el titular de una noticia sobre unas fotos nunca vistas de Tamara Falcó. Confieso que pincho en el enlace. Es lo que tiene la curiosidad, que además de llevar al ser humano hacia el progreso, otras veces nos arrastra hacia el morbo. Antes de leerla completa, me pregunto si estamos ante el tema tantas veces tratado sobre la colisión entre el derecho a la intimidad y a la propia imagen y el derecho a la información, aunque sea en el ámbito del corazón. Pero no. La noticia versa sobre unas fotos de la marquesa de Griñón en una tienda de artículos para el hogar, por lo visto, en las que no parecía ella. ¿Y esto qué significa? Me pregunto. ¿Qué no iba maquillada o que su ropa no era tan glamurosa como en otras ocasiones? Una puede tener un mal día, estar enferma, triste, haber pasado una noche en vela porque le mortifique una muela o porque tiene el alma del revés por el motivo que sea. O simplemente sale con unos vaqueros y la cara lavada para hacer unas compras. No encuentro en esas fotos motivo alguno de alarma. Nadie luce impecable las 24 horas. Uno no sale todos los días como si fuera a un plató de televisión o a una fiesta, y una foto robada no es lo mismo que un posado. Puedes estar ideal y una mala luz te saca hecha un espanto. Y para mí, repito, no es este el caso.
Esta tiranía de la belleza a la que tendemos, sobre todo con las mujeres, y practicada muchas veces por nosotras mismas, da miedo. El escrutinio sobre el aspecto físico es despiadado en muchas ocasiones, especialmente cuando se ejerce sobre figuras públicas. Si están demasiado delgadas, se habla. Si suben de peso, se habla. Si envejecen, se habla. Si salen demacradas, se habla.
Me viene a la cabeza un post de Instagram de la revista Elle en el que se pedía, con toda la razón, que dejaran en paz el cuerpo de Selena Gómez. Que la valorasen por su talento, en lugar de hacer de su imagen un tema de debate público, como si su valía dependiera del número que marca una báscula.
Juzgamos sin parar. Parece que se exige la perfección, pero ¿perfectas para quién? ¿Para qué? La mirada ajena puede ser tan feroz que nos hace sentir obligadas a encajar en un molde impuesto. Nos hemos acostumbrado a vernos con filtros, a corregir cada defecto en una foto antes de publicarla, a calcular ángulos, luces, poses. No es nada reprochable querer salir favorecida, sobre todo si la imagen va a ser difundida, pero la trampa está en convertir la autoexigencia en esclavitud.
Hay una frase que se le atribuye a Albert Einstein que dice: “Preocúpate más por tu conciencia que por tu reputación. Tu conciencia es lo que eres; tu reputación es lo que otros piensan de ti. Y lo que otros piensan de ti es problema de ellos.” Qué difícil llevarla a cabo. Somos seres sociales y la aceptación forma parte de nuestra vida, pero no debería ser a cualquier precio. Tal vez, la clave esté en recordar que la belleza no es un estándar inmutable ni una meta obligatoria. Que no tenemos que estar siempre perfectas. Que no tenemos que encajar en todas las expectativas. Que lo que nos define no es cómo nos ven los demás, sino cómo elegimos vivir con nosotras mismas.