El Hospital Universitario de Bellvitge, en Barcelona, ha realizado el primer trasplante facial del mundo procedente de una donación en asistolia controlada. Más de 60 especialistas implicados, 12 horas de intervención… Un engranaje perfecto.
El paciente es un hombre de 47 años con la mitad del rostro deformado, lo que le provocaba problemas estéticos, psicológicos e incluso dificultades para ver. Se trata del quinto trasplante de cara que se ha hecho en España, pero este ha sido innovador a nivel mundial porque los tejidos no se obtenían de un donante en muerte encefálica sino con el corazón parado.
Cuando leo este tipo de noticias, creo en los milagros. Sobre todo, en estas últimas semanas, en las que toda mi redacción está en vilo por un compañero muy especial que ahora se está recuperando.
Nuestro país es un referente mundial en donaciones de órganos y tejidos desde hace más de tres décadas. Cada año se supera el récord anterior. El éxito del modelo español se sustenta en una extensa red de profesionales sanitarios (esos mismos a los que aplaudíamos durante el confinamiento y a los que ya hemos olvidado), en el compromiso de donantes y familiares (tenemos unos ciudadanos solidarios y generosos que, en su momento de mayor dolor, dan un paso hacia adelante, conscientes de que con su decisión salvan otras vidas) y, por supuesto, en un protocolo de actuación eficaz e impecable supervisado por la Organización Nacional de Trasplantes (ONT).
Hay muchos datos técnicos en los que me podría detener, pero es más importante destacar esa parte humana que nadie ve. Sé que para los médicos no es nada fácil comunicar y explicar el escenario que se presenta cuando un paciente va a morir. Hay que tener conocimientos y ser capaz de establecer una relación de confianza con quienes le rodean para hacerles comprender que su fin supone un comienzo. Entre tanta oscuridad, se puede sentir cierto alivio al saber que gracias a su gesto otras personas tendrán un futuro.
El desgate emocional de todos los presentes en este tipo de conversaciones es alto. Las noticias son duras y rebotan contra las cuatro paredes sin escapatoria. Las lágrimas y la contención se entremezclan. Hasta que llega la autorización y, entonces, los teléfonos echan humo para llegar a tiempo. Médicos y enfermeras activan el sistema, quirófano, neveras, transporte y, por fin, lograr que los aviones repartan un rayo de luz en diferentes lugares.
Cuando el proceso se completa, saben que ha valido la pena. Están exhaustos pero felices. Tengo una amiga a la que le brillan tanto los ojos que no se le nota el cansancio. A veces, alguien le escribe para darle las gracias por su labor y eso lo compensa todo. Su dedicación es absoluta y comprendo su vocación, aunque de forma egoísta la regañe para que se cuide más. Su empatía debería extenderse. No ve a los que tiene delante como a extraños, sino como a gente conmocionada con la que debe emplear las palabras justas para que, dentro de lo que cabe, lo ocurrido sea más fácil de digerir.
No hay que olvidar que la alegría de unos es el sufrimiento de otros. La cara y la cruz de la vida. Para los que lo estén pasando mal, conviene recordar que la donación puede ser la forma más bella de despedirse, ayudando a los demás.
El hospital catalán, como otros tantos, se dedica a hacer este trabajo cada día. Pero esta última intervención me ha traído a la memoria un libro que leí hace unos años: El colgajo, una novela escrita por Philippe Lançon en la que él mismo cuenta todo lo que tuvo que afrontar tras sobrevivir al atentado islamista al semanario satírico Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015. Dos balas le atravesaron la mandíbula. Después le hicieron 18 operaciones y estuvo casi un año de convalecencia hospitalaria. Es una de esas pocas obras que no he podido terminar. Esa y la crónica judicial V13, de Emmanuel Carrère, donde se cuentan con detalle los actos terroristas que se cometieron ese mismo año en la sala Bataclan, seis bares y restaurantes, además del perímetro del Stade de France. Tuve que abandonar ambos por lo que me turbaba la crueldad del relato.
Con Lançon me quedé a unas 90 páginas del colofón y le agradezco el esfuerzo que hizo a la hora de recordar y expresar sus sentimientos. Me ayudó a descubrir la templanza para superar contratiempos. Con cada injerto de piel que rechazaba, con sus depresiones, con sus recaídas… Tengo clavada en la memoria una de sus impactantes frases: “No sentía pena alguna. Yo era la pena”. Mil obstáculos para poder retomar un día los mismos quehaceres de antes sin ser ya nunca más el mismo.
Él siempre mantuvo viva la llama de la esperanza y regresó cuando estuvo preparado. Es fundamental mantener esa actitud. Cuando se presenta una nueva oportunidad, sólo hay dos maneras de encararla: enfadarse por lo sucedido y pagarlo con quien se ama o, a pesar de sentirse tocado, no verse hundido y comerse el mundo.