Opinión

“Eso nunca me pasará a mí”

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¿Puedes dormir después de cubrir un crimen? ¿Cómo ha sido entrevistar al padre del presunto asesino? ¿No te impresionó tanto dolor y tanto horror juntos? Las preguntas se sucedían tras la cobertura de Mocejón. Suele ocurrir ante hechos similares, aunque los periodistas ya no irrumpimos en la escena del crimen -como en aquel cortijo de Los Galindos- ni asistimos a la práctica de una autopsia o no sentimos la presión social de dar caza al asesino. Si acaso, esta última la acrecentamos con nuestros focos y titulares, que por ende elevan la repulsa social, máxime si la víctima es un menor de 11 años.

Casi parece inevitable que el periodismo de sucesos se revise a día de hoy con lupa. Ni siquiera está superado el debate entre morbo e información. Pero al margen de que los periodistas tengamos muy en cuenta ciertos límites éticos de la profesión, al final se nos escapa cómo se consumen estas noticias; la mayoría de las veces desde la incomprensión y el ánimo de venganza.

El crimen de Mocejón destapó esta realidad social en toda su crudeza. En apenas 24 horas ,y gracias a la eficaz actuación policial de la Guardia Civil, se emborronaron tuits, se desactualizaron titulares basados en rumores de vecinos y se dejó en evidencia cierto argumentario político. El detenido no era un inmigrante acogido en el hotel Pattaya del pueblo ni miembro de una banda latina con un reto por cumplir, sino un joven de 20 años con una alta discapacidad intelectual acreditada.

Sorprendentemente, esta bulla social de mecha rápida no tardó en encontrar otro foco en el que volcar sus cómo puede ser qué: ¿nadie tenía controlado al presunto asesino, ni “encerrado” o “medicado”?, ¿por qué le dejaron salir solo a la calle si “está loco, como su padre”? “Eso nunca me habría pasado a mí”, clamaban entre líneas.

En esta sociedad, que avanza a trompicones en el debate sobre salud mental, pese a que llegó al Congreso y la pandemia supuso para muchos un curso acelerado en el tratamiento de la depresión, todavía falta mucha didáctica. Y así, se confunde discapacidad intelectual con enfermedad mental o se le atribuye a la persona con autismo las características de un psicópata. Basta con palpar la calle y las redes sociales después de un suceso como el de Mocejón para comprobarlo. Basta con ver la reacción tras conocerse la identidad del presunto asesino de Mateo: la misma noche de la detención de Juan unos menores apedrearon la casa donde vive su padre, forzaron la puerta del garaje y grabaron en el capó del coche la palabra asesino. “Se lo merece”, se jactaban, sintiéndose justicieros.

Más allá de que nada puede justificar el asesinato de un niño de 11 años y que no haya condena ni perdón capaz de rebajar el dolor de los padres de Mateo, su familia ha sido un ejemplo de contención. Resulta inaudito que en medio del sufrimiento su portavoz sufriera también el odio indiscriminado de las redes sociales. Resulta repugnante que en ese lodazal de X se llegase a cuestionar que el crimen hubiera ocurrido. Búsquenlo, verán que tiene cientos de likes. Después de todo, sale gratis alimentar la conspiranoia. Es más fácil que pensar que algún día nos pueda pasar a nosotros.

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¿Puedes dormir después de cubrir un crimen? ¿Cómo ha sido entrevistar al padre del presunto asesino? ¿No te impresionó tanto dolor y tanto horror juntos? Las preguntas se sucedían tras la cobertura de Mocejón. Suele ocurrir ante hechos similares, aunque los periodistas ya no irrumpimos en la escena del crimen -como en aquel cortijo de Los Galindos- ni asistimos a la práctica de una autopsia o no sentimos la presión social de dar caza al asesino. Si acaso, esta última la acrecentamos con nuestros focos y titulares, que por ende elevan la repulsa social, máxime si la víctima es un menor de 11 años.

Casi parece inevitable que el periodismo de sucesos se revise a día de hoy con lupa. Ni siquiera está superado el debate entre morbo e información. Pero al margen de que los periodistas tengamos muy en cuenta ciertos límites éticos de la profesión, al final se nos escapa cómo se consumen estas noticias; la mayoría de las veces desde la incomprensión y el ánimo de venganza.

El crimen de Mocejón destapó esta realidad social en toda su crudeza. En apenas 24 horas ,y gracias a la eficaz actuación policial de la Guardia Civil, se emborronaron tuits, se desactualizaron titulares basados en rumores de vecinos y se dejó en evidencia cierto argumentario político. El detenido no era un inmigrante acogido en el hotel Pattaya del pueblo ni miembro de una banda latina con un reto por cumplir, sino un joven de 20 años con una alta discapacidad intelectual acreditada.

Sorprendentemente, esta bulla social de mecha rápida no tardó en encontrar otro foco en el que volcar sus cómo puede ser qué: ¿nadie tenía controlado al presunto asesino, ni “encerrado” o “medicado”?, ¿por qué le dejaron salir solo a la calle si “está loco, como su padre”? “Eso nunca me habría pasado a mí”, clamaban entre líneas.

En esta sociedad, que avanza a trompicones en el debate sobre salud mental, pese a que llegó al Congreso y la pandemia supuso para muchos un curso acelerado en el tratamiento de la depresión, todavía falta mucha didáctica. Y así, se confunde discapacidad intelectual con enfermedad mental o se le atribuye a la persona con autismo las características de un psicópata. Basta con palpar la calle y las redes sociales después de un suceso como el de Mocejón para comprobarlo. Basta con ver la reacción tras conocerse la identidad del presunto asesino de Mateo: la misma noche de la detención de Juan unos menores apedrearon la casa donde vive su padre, forzaron la puerta del garaje y grabaron en el capó del coche la palabra asesino. “Se lo merece”, se jactaban, sintiéndose justicieros.

Más allá de que nada puede justificar el asesinato de un niño de 11 años y que no haya condena ni perdón capaz de rebajar el dolor de los padres de Mateo, su familia ha sido un ejemplo de contención. Resulta inaudito que en medio del sufrimiento su portavoz sufriera también el odio indiscriminado de las redes sociales. Resulta repugnante que en ese lodazal de X se llegase a cuestionar que el crimen hubiera ocurrido. Búsquenlo, verán que tiene cientos de likes. Después de todo, sale gratis alimentar la conspiranoia. Es más fácil que pensar que algún día nos pueda pasar a nosotros.