No es ningún secreto lo que pasa en Afganistán. No es tampoco objeto de clamorosas manifestaciones, ni de recogidas de firmas. ¿Qué negociación cabe con mentes tan misóginas y retrógradas como las de los talibanes? Dijeron que venían modernos y casi casi que deconstruidos. Que habían tenido tiempo de pensar. Los afganos, que no se lo creían, trataron de huir. Imborrables aquellas imágenes de hombres y mujeres agarrados al avión, en el mismo ala, cayendo al vacío para morir estampados contra el suelo, un destino a buen seguro mejor que acabar en manos de la más injusta de las teocracias, que ya es decir.
Para mi sorpresa salieron unas cuantas voces desde la izquierda más radical que defendían a los talibanes de nuestra mirada blanca y eurocentrista. Qué sabremos nosotros de sus cosas. Si sus costumbres son matar a las mujeres, que la maten. Si en ese último trimestre de 2021 uno iba a Instagram a ver qué se contaba la gente en Kabul, había decenas de vídeos de mujeres llorando por la que se les venía encima. “Please help us” era de lo poco que podía entender entre aquellas lágrimas.
Frozan Safi fue, se supone, la primera mujer asesinada en la segunda vuelta de los talibanes. Hubo muchas otras en esos primeros meses. En un vídeo que no olvidaré, una joven pedía ayuda en un directo. No hacía falta hablar árabe para entender lo que pasaba. La puerta de casa cerrada, y fuera gritos y golpes. Trataban de tirar la puerta abajo. Docenas de comentarios cada segundo compartían el horror y la indefensión de esa mujer. En un momento dado la puerta cedía, el plano caía, y se acababa la conexión. Fin. “Please help” era lo que todos decían en inglés. Un grito en la inmensidad del mundo. Náufragos ahogados en el mar de la indiferencia geopolítica.
Los talibanes seguían diciendo que no había que alarmarse. Primero prohibieron la representación de la imagen de la mujer (no solo del cuerpo sino también del rostro), cerrando los salones de belleza. Luego lo de estudiar en la universidad. Segregaron las clases. Apartaron a las mujeres de los hospitales (las mujeres curarían a las mujeres) y luego a las mujeres de las calles: solo podrían salir acompañadas de un varón de su familia, es decir, de un dueño. Lo siguiente fue quitar a las niñas de la escuela primaria, donde solo enseñan cosas que una hembra no debe conocer. Más adelante les prohibieron asomarse a la ventana. Este verano penalizaron el sonido de los pasos de la mujer. Deben ser como un fantasma. Y por último se ha prohibido que las cocinas (a donde han quedado ellas relegadas) den a la calle. A las mujeres afganas se las ha prohibido existir.
No sé dónde están las voces que decían que había que respetar a los talibanes. Imagino que estarán defendiendo cualquier otra causa social, especialmente si es para devolver a la mujer al sitio del que muchos desearían que no hubiera salido: la cocina, la trastienda, el hogar, el silencio. Nacer, servir, parir, criar, y morir. Poco más que un útero con patas o, si la suerte es un poco más esquiva, un agujero con patas.
En algunas entrevistas entran la voz de las mujeres afganas. Dicen que les han robado su futuro, pero se quedan cortas. Les han robado la existencia entera. Las han enterrado vivas. Si hay un juicio al final del camino, Biden tendrá que responder por esas vidas que abandonó. Y tras él, muchos otros. Cuando pienso en las mujeres afganas (y créanme que lo hago a diario, ya que sigo atentamente la actualidad de ese país) veo claramente que hay veces en las que la intervención está justificada. Esta es la más justa de las causas, y por sus implicaciones morales, por la horrible verdad a la que nos enfrenta, es la más arriesgada de defender. Mientras escribo esto tengo en frente el castillo de Alameda de Osuna, el sol de invierno, las nubes, los pájaros, las ramas desnudas de los árboles. El mundo, desde esta ventana, es un regalo que las mujeres afganas no tienen. Ni a la más humilde de las criaturas de la Tierra le han negado el regalo del aire y de la luz del sol.