El Ministerio de Sanidad acaba de hacer público un informe que reconoce que en nuestro país necesitamos 100.000 enfermeras para ponernos al nivel de Europa. Por lo visto, la ratio media en los países de nuestro entorno es de 8,5 enfermeras por cada 1.000 habitantes, mientras que la nuestra está estancada en las 6,3, más de dos puntos por debajo.
Aparte de la importancia de este hecho, me llama la atención que seamos capaces de seguir hablando de la enfermería en femenino. Es evidente que es una profesión feminizada: el mismo informe pone de relieve que hay seis veces más mujeres que hombres ejerciéndola. Pero también otras actividades lo son, y la realidad es que, en cuanto existe un mínimo porcentaje de hombres presentes en ellas, nos ponemos a denominarlas en masculino o a cambiarles el nombre a otro más neutro: las azafatas, por ejemplo, se convirtieron en auxiliares de vuelo en cuanto aparecieron chicos para atendernos en los aviones.
Creo que esa naturalidad con la que hemos mantenido el término femenino para la enfermería se debe a que todos somos conscientes de que el cuidado de los enfermos ha sido siempre responsabilidad nuestra, incluso como actividad profesional o pseudoprofesional. Sabemos que, durante siglos, hubo monjas que lo hicieron en hospitales, asilos y conventos. También numerosas laicas, aunque quizá lo recordemos menos. En 1499, se fundó en Madrid el primer hospital de caridad de la ciudad. Su creadora y mecenas fue Beatriz Galindo, «La Latina», dama y profesora de latín de Isabel la Católica. Como enfermeras, Galindo instituyó un cuerpo de cinco mujeres devotas, aunque no monjas sino laicas solteras o viudas y mayores de cuarenta años, supongo que para evitar que despertasen ningún deseo sexual en los enfermos.
Durante siglos, hubo también grupos de mujeres que acompañaban a los ejércitos para cuidar de los heridos. Esa costumbre se intensificó ampliamente en la segunda mitad del XIX, a medida que el armamento se sofisticaba y las batallas iban volviéndose cada vez más sangrientas. Numerosas jóvenes de las clases medias e incluso altas empezaron a ofrecerse entonces como voluntarias para trabajar en esas tareas.
Y fue en ese contexto de guerras terribles y mujeres ansiosas de hacer algo con sus vidas, en el que nació la moderna enfermería profesional, gracias al talento de la británica Florence Nightingale, que participó como voluntaria en la guerra de Crimea, aprendió a sistematizar los cuidados y fundó en 1860 en Londres la primera escuela de enfermería del mundo, que marcaría el camino de la profesión.
Lo que en general ignoramos, porque el relato histórico no ha querido contárnoslo, es que el género femenino estuvo activo también en el ejercicio de la medicina —como médicas, quiero decir— desde el origen de los tiempos y hasta hace pocos siglos. Solemos creer que los chamanes, brujos o curanderos eran siempre varones. Pero no solo no hay ninguna prueba de ello, sino que existen pruebas en el sentido contrario: hay antiguos enterramientos de mujeres que fueron sepultadas con semillas de plantas medicinales, y esculturas protohistóricas de damas que sostienen en sus manos alguna de esas plantas, como símbolo sin duda de sus conocimientos. Hay igualmente registros escritos con nombres de médicas en el Antiguo Egipto, en Grecia y en Roma, y muchos más de los que imaginamos en la Europa medieval: la gran Hildegarda de Bingen, las médicas judías de la corte de Aragón, las que acompañaron a Oriente a los cruzados o las muchas que estudiaron en la Escuela de Salerno, el centro de enseñanza médica más importante de Europa hasta el nacimiento de las universidades.
La clave está ahí, en ese momento histórico fundamental en el que nacieron las universidades, a partir del siglo XII, y que supuso un desolador paso atrás en la historia del género femenino: bajo el control de la Iglesia Católica —siempre tan patriarcal—, las universidades acapararon la formación de las profesiones más prestigiosas, como la abogacía y la medicina, y excluyeron a las mujeres de esos ámbitos. La exclusión, bien lo sabemos, duró ocho siglos, ochocientos años de prohibiciones al género femenino para acercarse a los conocimientos y a la influencia, la consideración social y el dinero ligados a ellos.
Entretanto, las mujeres que deseaban practicar la medicina —muchas veces miembros de antiguas dinastías de médicas—, se vieron condenadas al abandono de su actividad, la marginalidad como curanderas ilegales y a menudo, por desgracia, incluso la muerte: buena parte de las brujas quemadas en Europa eran señoras que poseían antiguos conocimientos de plantas curativas y tratamientos.
Hasta la lenta apertura de las universidades al género femenino desde principios del siglo XX, otras muchas resistieron durante los ochocientos años de oscuridad en ese «segundo» nivel tan importantísimo que es la enfermería. Seguir llamándolas enfermeras aunque haya algunos hombres en sus filas, es rendir el homenaje merecido a sus valiosas antepasadas.