Opinión

En la próxima vida me pido ser árbol

Ángeles Caso
Actualizado: h
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El ficus de la iglesia de San Jacinto de Triana, en Sevilla, no va a poder sobrevivir. Probablemente muchos de ustedes no recordarán lo sucedido: al fin y al cabo, parece una historia muy menor, que afecta a un simple árbol. Pero es un relato trágico y lleno de significados. Este ejemplar fue plantado en 1913, hace ya 111 años. Desde entonces, había ido alzándose imparable hacia las alturas, convertido en lugar de reunión de pájaros, en magnífico espacio de sombra en una ciudad que suele achicharrarse bajo el sol y en un objeto del que emanaba mucha belleza, mucha vida y mucha alegría, porque los árboles contienen en sí mismos todo eso y no paran de regalárnoslo a los humanos, como si ese fuera su principal cometido.

Hace dos años, el párroco de la iglesia consiguió el permiso del Ayuntamiento de Sevilla para talarlo: el informe de un arquitecto aseguraba que las raíces estaban dañando su templo. No fue consultado ningún experto para buscar soluciones a esos posibles perjuicios —que las hay—, y aun así, el consistorio autorizó la tala. Un inesperado movimiento ciudadano a favor del ficus logró que un juez la paralizase. Pero, según se acaba de saber, el ejemplar, al que ya le habían cortado la mayor parte de sus ramas, no ha podido superarlo y ha ido agonizando lentamente.

Quizá a algunos de ustedes les parecerá que lamentarse por la muerte de un árbol es una tontería: ¿a quién le importa? Pero la muerte de un árbol, y más la de uno anciano y magnífico, es siempre una pérdida enorme para el bienestar humano y para la biodiversidad. Parece sin embargo que en nuestro país no acabamos de ser conscientes de ello: algo muy perverso nos ocurre con los árboles. No solo no nos importan, sino que a buena parte de la ciudadanía incluso le molestan. Por alguna extraña razón que no acabo de entender, para muchos españoles son un estorbo con el que hay que acabar, un enemigo a combatir.

Y no hablo solo de los habitantes de las ciudades: los del mundo rural tienden también a detestarlos, salvo que den fruta comestible o produzcan buena madera a la que se le puedan sacar beneficios económicos. No sé por qué, pero hemos desarrollado una cultura —anti-cultura, mejor— de arboricidas, de auténticos asesinos de árboles. Y así nos va: a fuerza de menospreciarlos, talarlos, quemarlos y evitar replantarlos durante muchos siglos, buena parte de nuestro territorio está convertida en un erial yermo que, año tras año, se va desertificando: entre otras muchas cosas, los bosques y las masas arbóreas sostienen y nutren los suelos para que infinitas formas de vida puedan subsistir.

Entretanto, las ciudades y los pueblos que se derriten bajo un sol cada vez más despiadado en esta zona del mundo, los persiguen también infatigablemente. Frente a lo que ocurre en la mayor parte de los países europeos, los ejemplares de las calles son sometidos a podas que los tratan como si fueran bonsáis, y no a la limpieza y el mantenimiento necesarios para preservarlos dignamente y con la suficiente seguridad para los viandantes. Pero aún es peor lo que ha ocurrido en decenas de miles de plazas de nuestras poblaciones, grandes y pequeñas: los árboles que tradicionalmente las adornaban, acompañando durante generaciones la vida de sus gentes, han sido arrancados, y esos lugares antes propicios para el encuentro comunitario se han convertido en espacios duros, puro asfalto asfixiante y claustrofóbico en el que, como mucho, los ayuntamientos plantan algún pequeño ejemplar ornamental. Sospecho que lo que quieren es no caigan muchas hojas que haya que barrer, demasiados excrementos de pájaros que ensucien el carísimo hormigonado. Han antepuesto eso, creo, a la sombra de los viejos camaradas.

Nuestra percepción de los árboles ha mejorado mucho en los últimos años, como demuestra la campaña ciudadana que intentó salvar el ficus de Triana o las que se están desarrollando en Madrid en torno a las obras del metro. Pero seguimos necesitando aprender sobre ellos, mirar a esos antiquísimos convecinos con otros ojos. Necesitamos entender que sin árboles no hay vida, que ellos generan oxígeno, devoran el peligroso dióxido de carbono, facilitan las lluvias, bajan las temperaturas, amortiguan el ruido, retienen los suelos, albergan insectos y pájaros imprescindibles en la cadena trófica y nos regalan, sin pedir nada a cambio, frescura, alimentos, medicinas y combustible. Son los mejores compañeros en el planeta, seres vivos extraordinarios, generosos y buenos, sin los que nuestra existencia no sería posible. Por no hablar de su belleza, que justificaría por sí sola el mayor de los respetos. Yo siento tanto agradecimiento hacia ellos, que si es verdad que existe la reencarnación, en la próxima vida me pido ser árbol.