Opinión

Elogio del ‘dolce far niente’

Actualizado: h
FacebookXLinkedInWhatsApp

Dolce far niente.  La dulzura de no hacer nada.

Adoro el dolce far niente. Soy de esas personas que pueden estar sin hacer nada, sólo mirar, escuchar.  Recuerdo que cuando era pequeña una de las cosas que más me gustaba hacer en verano era tumbarme en la hierba y mirar cómo se hacían y deshacían las nubes en los cielos de Castilla, ver cómo un hilillo de una nube se iba separando, lentamente y se va iba uniendo, con la misma lentitud, a otro hilillo de otra nube para formar una nube aún mayor.

Todos llevamos en nuestra memoria tardes de verano de nuestra infancia. Tardes en que las horas eran eternas, o nos lo parecían. No llevábamos relojes, nos servía la intensidad del sol que sentíamos en nuestro cuerpo para calcular la hora. Hacíamos mil cosas o ninguna mientras las tardes, los días, iban pasando.

Ha llegado el verano y para muchos las vacaciones, unas vacaciones que tarde o temprano llegarán para todos. Algunos se plantean este periodo como un tiempo para no hacer nada, mientras que otros tienen la agenda de las vacaciones tan llena o incluso más que en época de trabajo. Escribe el filósofo Byung-Chul Han, en su libro Vida contemplativa, que nos estamos asemejando cada vez más a esas personas que ruedan como rueda la piedra. Que percibimos la vida en términos de trabajo y de rendimiento, de manera que interpretamos la inactividad como un déficit que debe ser remediado. Y, sin embargo, la inactividad es una forma de esplendor de la existencia humana. Quizá por eso a tantas personas les cuesta parar, no hacer nada, incluso en época de vacaciones.

Hacer nada. Sentarse en la arena de la playa y mirar como las olas bailan ese baile eterno de ir y volver. Ir. Volver. Observar a ese niño que carga con las dos manos el cubo lleno de agua, la vierte en su construcción y vuelve a la orilla a buscar más. Esa niña con el enorme lazo rojo en el pelo, que excava un agujero en la arena mojada en el que podrá meterse de pie en breve. Una pareja tumbada, ella acaricia los rizos del pelo de él. Personas que caminan por la orilla, unas solas, otras acompañadas. Algunas parecen tener prisa. Y el libro que hemos traído que sigue esperando en la esquina de la toalla.

Hacer nada. Sentarse en una terraza en un lugar en el que no hemos estado nunca. Observar lo que ocurre a nuestro alrededor. Escuchar conversaciones ajenas, a veces en nuestro idioma y a veces en un idioma también ajeno. Inventar en nuestra cabeza las conversaciones que no entendemos basándonos en las risas y los gestos que vemos.

Hacer nada. Llegar a casa de nuestros padres y sumergirnos en su burbuja del tiempo. No hay prisa para nada.

Hacer nada. Sentarnos en el jardín. Escuchar a los pájaros. Mirar como las hojas son agitadas por el viento en los árboles. Escuchar también ese sonido de las hojas y el viento.

Escribió Nietzsche que los hombres inventivos viven de un modo completamente distinto al de los activos, que precisan tiempo para que se despliegue su actividad sin fines ni reglas prefijados. Es necesaria la inactividad, el hacer nada para la creación, para ser creativos. Quitarle utilidad a lo que hacemos, dejar que las cosas surjan, dejar que todo nuestro alrededor sea como es y simplemente observar.

También el escritor italiano Nuccio Ordine nos recordaba en su libro La utilidad de lo inútil que si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida.

Aprovechemos el verano que empieza para volver a olvidarnos del reloj y que sea el calor del sol el que nos indique la hora. Que en el fondo qué más da la hora que sea.

Volvamos a sentirnos como en los veranos de la infancia, volvamos a sentir ese cúmulo de sensaciones que plasmó Ray Bradbury en El vino del estío: «El verano henchía el aire, el viento soplaba adecuadamente, el aliento del mundo era largo, tibio y lento.  Bastaba levantarse y asomarse a la ventana para saber que éste era realmente el tiempo primero de la libertad y la vida, que ésta era la madrugada primera del estío».

TAGS DE ESTA NOTICIA