El 14 de mayo de 1984 —hace ahora cuarenta años—, John Brealey, Jefe del Departamento de Restauración del Metropolitan Museum de Nueva York, iniciaba en los talleres del Prado uno de los trabajos más delicados y comprometidos de su vida: la limpieza de Las Meninas. Hubo reticencias y dudas: siempre las hay cuando se trata de tocar una obra icónica. Pero finalmente, tras su trabajo y el de un grupo de restauradores del propio museo, Las Meninas recuperó un esplendor que se había ido perdiendo con el paso del tiempo. Más que nunca, nos dimos cuenta de que es una obra única en la historia del arte.
Velázquez es para mí el mayor de los mayores. Y ese cuadro, en concreto, una de las mejoras obras artísticas que jamás han salido de las manos de un ser humano. Su genio no radica solo en su técnica de artista superdotado o en su talento para captar rostros y formas, sino sobre todo en la singularidad de su mirada: él contempló el mundo que le rodeaba, el pequeño e influyente universo de la corte de Madrid, con una empatía asombrosa en un tiempo y un lugar en los que esa actitud no resultaba común. El rey y la reina, sus hijos o sus criados no eran para el pintor simples piezas del juego del poder, sino seres humanos vivos, tan llenos de grandeza como de vulnerabilidad.
Basta echar un vistazo a las cuatro protagonistas femeninas de Las Meninas para captar su excepcional humanidad. Son cuatro personas reales, con las que podríamos cruzarnos en cualquier momento de nuestras vidas. La infanta Margarita no parece una princesa lejana, es más bien una auténtica niña de cinco años, a la que dan ganas de peinar y coger de la mano para ponerse a jugar con ella. Da pena pensar que probablemente jugaría poco, porque los protocolos de la corte eran muy estrictos. Y que, en el momento de este retrato, tan pequeña como era, ya se había convertido —como todas las princesas de la historia— en una pieza de caza para diversas cortes europeas, un peón al servicio de los intereses de la corona de España, un futuro vientre fecundo que debería traer al mundo a los herederos de algún hombre al que ni siquiera conocía.
La infanta, por cierto, cumplió su destino: a los quince años la casaron con el emperador Leopoldo I, que ya tenía veintiséis y era además a la vez primo y tío suyo. Margarita se pasó los siguientes siete años gestando: tuvo dos abortos, cuatro partos —solo una de sus hijas sobrevivió a la infancia— y un último embarazo durante el cual murió. Tenía solo 21 años y había regalado su vida a los intereses de aquel mundo tan cruel para las mujeres, por muy infantas de España y emperatrices que fueran.
A Isabel de Velasco y María de Sarmiento, las dos adolescentes que la acompañan —las auténticas meninas del nombre del cuadro—, resulta fácil imaginárselas a día de hoy yendo a clase o bailando en TikTok, como cualquier muchacha del mundo contemporáneo. Y luego está Mari Bárbola, esa mujer afectada por acondroplasia, cuya biografía se ha podido reconstruir parcialmente: se llamaba Maria Barbara Haunsin y había nacido en Austria. Formaba parte de las “enanas de la Reina” en una corte que mantenía esa incomprensible tradición medieval de rodearse de personas diferentes que servían como espejo inverso a los grandes del mundo.
En los retratos de personajes de la familia real del XVI y el XVII, los “enanos” y “enanas” aparecen tristemente cosificados, representados como si fueran taburetes sobre los que los retratados apoyan una mano. Una vez más, Velázquez nos da pruebas de su impresionante humanidad en su imagen de Mari Bárbola, como lo hizo al retratar a otras personas de la corte de Madrid de similares características: la mujer mira directamente al espectador, llena de dignidad y de autoridad moral, muy por encima de la burla que su aspecto podría generar.
El maestro nos ha donado así, a través del tiempo, ese pequeño universo femenino del Alcázar, captado en un momento concreto de la vida. Sus protagonistas han quedado para siempre recogidas en el lienzo, a punto de arrancar a moverse, a gesticular, a hablar, a decirnos cómo se sienten y qué desean. Cuerpos y voces de mujeres —el habla aún torpe de la infanta, el leve canto gallego de María Agustina Sarmiento mientras le ofrece agua a la niña, la seriedad de muchacha aplicada de Isabel de Velasco, el profundo dolor por la injusticia de la vida de Mari Bárbola, reflejado en su voz sin duda desgarrada— que ocupan para siempre un lugar en nuestras mentes, a pesar de haber existido hace cuatrocientos años. ¿Cómo darle las gracias a Velázquez por este regalo?