Yo viajaba en el que creo fue el último AVE que partió de la estación de Chamartín hacia Castellón y Valencia, este martes 29 de octubre. Nada me hacía sospechar lo que iba a suceder. Ni siquiera el retraso de una media hora en la partida. De pie en el inhóspito vestíbulo que han habilitado en la estación, en la zona de larga distancia, esperaba junto a cientos de viajeros el número de la vía cuando anunciaron lo que ya nos temíamos: retrasado. Nadie nos dijo el motivo. Se comentó que podía deberse al tren que había descarrilado en un túnel la semana pasada. Pero quince minutos después embarcamos en un AVE muy moderno, donde no había viajado antes, con máquinas de refrescos y snacks entre los vagones.
Mi destino final era Castellón de la Plana donde iba a participar en una presentación de mi última novela. La tarde anterior había hablado por teléfono con uno de los participantes en la que se celebraría al día siguiente, el 30 de octubre en Valencia, y me dijo desde allí: viene una DANA, esperemos que no llueva demasiado. Recuerdo que revisé la información del tiempo en el móvil.
Ahora, tras lo ocurrido, me parece una mirada frívola, puesto que lo único que pensé fue: me llevo la gabardina y el paraguas. Conforme avanzábamos en el trayecto, la lluvia se hacía más intensa. Chorros de agua se acumulaban en los extremos de las ventanillas y debido a la velocidad me parecía que el tren lloraba. Afuera, la tierra iba tomando ese color rojizo, arcilloso, propio de algunas zonas de la provincia de Cuenca. Al poco llegamos a su estación: Fernando Zobel y tras una parada donde subieron más viajeros, el tren continuó su marcha. Hasta que se anunció la llegada a la de Valencia, Joaquín Sorolla, y entramos en un túnel donde nos detuvimos.
No le di importancia hasta pasados unos veinte minutos, cuando el tren comenzó a avanzar marcha atrás. Estamos retrocediendo, se oía por el vagón. No tardaron en anunciar por megafonía que debido a condiciones climáticas adversas no se podía acceder a Valencia pues el túnel estaba inundado y desconocían cuánto tiempo iban a tardar en drenarlo. Poco después, el tren se detuvo de nuevo. No sé en qué estación estábamos porque en el andén no figuraba el nombre. Nos dijeron que iban a abrir las puertas para que pudiéramos salir a estirar las piernas, tomar el aire, fumar un cigarrillo, que no nos alejáramos de los vagones y estuviéramos pendientes del silbato del maquinista que anunciaría así cuando debíamos subir.
Fueron los primeros momentos de confusión, no sabíamos la gravedad de lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor. Salí al andén, quedaba poca luz, llovía. Tomé una fotografía en la que se ve un torrente de agua color lodo que desciende caudaloso por una loma y discurre por debajo de nosotros. La estación estaba en alto. Nos llamaron para que subiéramos, la siguiente parada fue Requena-Utiel. Otra vez las puertas abiertas, los cigarrillos por el andén, las llamadas telefónicas, no había pasajero que no estuviera pegado a un móvil buscando noticias.
Hay que retroceder, nos decían, Requena está inundado, no se puede salir. Llegaron las visitas a las máquinas, las botellas de agua, las patatas, los kit kat, las provisiones. Una mujer de cabello rojizo, joven, del personal de Renfe, iba de vagón en vagón tratando de calmar los ánimos y dando noticia de adónde nos dirigíamos. El nerviosismo aumentaba. Pensé que ya no llegaba a tiempo a Castellón, pero confiaba en llegar a Valencia de alguna manera donde tenía la noche de hotel. Aún estaba ajena a la magnitud de la tragedia. De nuevo nos llamaron a bordo y retrocedimos hasta Cuenca. Una vez allí, tras una breve parada técnica, continuaríamos hasta Madrid. Se repitió el revuelo, la preocupación, la incertidumbre.
En el último momento, hubo un cambio de planes. Los pasajeros que desearan llegar a Valencia debían permanecer dentro del tren, que se dirigiría a Alicante donde se fletarían autobuses para llegar al destino. Por un instante, dudé. Pero una voz dentro de mí me dijo, bájate del tren, regresa a casa. Y así hice. Me reubicaron en otro AVE y llegué por fin a la estación de Atocha sobre las once de la noche, ignorante de la desgracia que se cernía sobre la provincia de Valencia. Desconozco si los viajeros que permanecieron en el tren consiguieron llegar a sus casas. Así lo espero. Hoy, al conocer las proporciones de lo ocurrido, al mirar la cara de la desgracia en vídeos y noticias me estremezco. Estoy conmocionada, rota. Comparto el dolor de las víctimas que tardará en asimilar mi corazón. Desde aquí mis condolencias.