España, Portugal y varias zonas de otros países europeos sufrieron ayer un apagón generalizado y demostraron la fragilidad de nuestras opulentas sociedades ante los nuevos desafíos del siglo XXI. Estamos tan acostumbrados a que todo funcione con normalidad, que este tipo de situaciones nos descolocan y nos hacen darnos cuenta de lo indefensos que podemos estar. Lo del apagón ha sido una cosa más que añadir a la lista de catástrofes que nos han afectado en los últimos años: una pandemia, la erupción del volcán, una dana…
Más allá de la gravedad del asunto, es curioso ver la reacción de los ciudadanos ante lo ocurrido. Había quien se lamentaba por no tener todavía el kit de supervivencia que había recomendado la Comisión Europea. Ya saben: pilas, agua, una linterna, medicamentos… Hubo gente que llamó a sus familiares casi a modo de despedida, como si el mundo se estuviera acabando, convencidos, casi, de que al apagón se estaban sumando, a la vez, el cumplimiento de las profecías de Malaquías y de Nostradamus juntas. Los había también que afrontaban problemas prácticos, porque claro, a ver quién te dice si tienes que recuperar las horas perdidas por este fastidio; o algo mucho más simple, qué es lo que ibas a comer, porque el microondas no funcionaba. Por eso los más afortunados presumían de camping gas. A otros les fastidiaba bajar muchos pisos andando y subir otros tantos hasta sus domicilios, y los más desafortunados se encontraron encerrados en los ascensores con completos desconocidos, aunque por una vez no había lugar para ese silencio incómodo que se da cuando no sabes de qué hablar. Tema había, y mucho. Y si hubiera sido una película de sobremesa, también romance, seguro.
Muchos establecimientos cerraron. Un supermercado quiso darle un tono serio y oficial al asunto y colocó un cartel que decía: “Por motivos ajenos al supermercado, estaremos cerrados hasta que se restablezca la luz”. No fuera a ser que los clientes pensaran que lo de que se fuera la luz era cosa del gerente del súper. Y en esta era de las grandes tecnologías volvimos a ver ayer a gente con sus transistores, que el que no falló es Marconi.
Todo se fue al traste, eso sí, menos los peajes que los conductores tenían que seguir abonando religiosamente, porque como hemos recordado varias veces, Jefferson decía: “Hay dos cosas inevitables en esta vida, la muerte y los impuestos”.
Nunca me he planteado qué es lo me gustaría hacer si viviera la llegada del fin del mundo. Prefiero pensar que, por estadística, no me va a tocar a mí, aunque nunca se sabe, claro. La situación de ayer me recordó a uno de los flashback de la película Casablanca: Humphrey Bogart e Ingrid Bergman están en una ventana mientras los nazis se encuentran a las puertas de París. En ese momento ella le dice: “El mundo se derrumba, y nosotros nos enamoramos”. A ellos siempre les quedó París, a mí ni eso, que a ver cómo llegaba hasta allí…