Opinión

El togado que era togada, una vez más

Ángeles Caso
Actualizado: h
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En 1895, durante los trabajos de construcción de un edificio en Pamplona, se encontró una escultura romana de bronce de un gran valor. Medía un metro y veintisiete centímetros, y representaba a un hombre —por supuesto, un hombre— envuelto en su toga de ciudadano romano. Por desdicha, a la figura le faltaba la cabeza. Se le puso el nombre de “El Togado de Pompelo” y se habló de ella en la prensa y el mundo académico hasta que, poco tiempo después, en una época de leyes muy laxas sobre el patrimonio, desapareció misteriosamente, como tantas y tantas piezas artísticas de nuestro país.

No se volvió a saber nada de ella hasta 2015, cuando reapareció en manos de un coleccionista estadounidense. Hace un par de años, el gobierno autonómico la compró para incorporarla definitivamente al Museo de Navarra, donde al fin está expuesta desde esta misma semana. Expuesta y explicada: la escultura ha sido estudiada por dos de los mayores expertos en representaciones de personajes togados en la antigua Roma, que han concluido que no se trata de un hombre, sino de una niña de unos diez o doce años, una pequeña ciudadana romana que luciría orgullosa su toga, la vestimenta que la situaba muy por encima de los pobladores autóctonos y sin derechos.

La clave de la interpretación radica en lo que la imagen sostiene en su mano derecha, un haz de espigas, un claro símbolo en el mundo romano de su futura fertilidad como esposa y madre. Resulta curioso comprobar el artículo que Wikipedia le dedica al “El Togado de Pompelo“: con tal de atribuirle carácter masculino a la figura, algunos especialistas han sido capaces incluso de negar que las espigas sean espigas y considerarlas un artilugio raro, ligado por supuesto a la masculinidad. ¿Quién si no un hombre habría merecido tanto esfuerzo y dinero como para que le costeasen una escultura de bronce?
La historia de los hallazgos arqueológicos está llena de malentendidos como este, interpretaciones erróneas sobre el sexo de infinidad de personas del pasado sepultadas en tumbas y representadas en relieves, pinturas y esculturas, o sobre la finalidad de determinados objetos. La arqueología nació como disciplina académica en el siglo XIX, un tiempo en el que no se concebía que las mujeres pudiesen tener ningún papel protagonista en la vida, más allá del de parir hijos y cuidar de la familia. Ese prejuicio ha hecho que, durante muchísimas décadas, buena parte de los arqueólogos hayan leído el pasado como si fuesen tuertos: solo disponían de un ojo para mirar a la mitad de la humanidad, los varones. El otro ojo, el que debía contemplar a las mujeres, a las niñas y niños e incluso a los ancianos y enfermos, ha permanecido cerrado hasta tiempos muy recientes.

Un caso muy citado es el de la Dama de Baza: en 1971, se encontró cerca de la ciudad granadina de Baza una tumba íbera. En ella apareció una extraordinaria escultura de una mujer sentada en un sillón, que contenía restos cremados de la persona enterrada. A su alrededor se hallaron diversas armas de combate. La interpretación fue la evidente según el relato androcéntrico: puesto que había espadas y cuchillos, se trataba de la tumba de un guerrero, y la magnífica figura que le acompañaba podría ser una divinidad protectora o algo semejante. Sin embargo, los análisis recientes de los restos cremados han demostrado que se trataba de una mujer, seguramente la misma representada en la escultura, tal vez una guerrera importante o, más probablemente, una señora que gozó de poder y prestigio social. Porque resulta que también las hubo, aunque muchos quisieran olvidarse de ellas.

Puede que la más escandalosa de estas interpretaciones patriarcales sea la de las Venus prehistóricas, toda una serie de pequeñas figuras de mujeres con formas muy voluminosas que se han ido encontrando en diversos lugares de Europa. Proceden del Paleolítico y se quisieron entender, desde el primer hallazgo a finales del XIX, como representaciones de la “mujer ideal” —la Venus— realizadas por los hombretones del origen de los tiempos. Incluso hubo quien llegó afirmar que podrían ser las “imágenes porno” que los cazadores se llevarían para autocomplacerse durante sus largas expediciones lejos de casa… La mirada de las prehistoriadoras de las últimas décadas ha cuestionado firmemente esta visión, preguntándose si no serían, tal vez, amuletos para el parto tallados quizá por las propias mujeres. Pura lógica, desde luego.

A día de hoy conocemos muchos de estos malentendidos, pero seguramente hay infinitamente más esperando a ser localizados en los museos y los yacimientos. La cosa da un poco de risa, pero es triste si pensamos en lo que se esconde detrás, la equivocada convicción de que todo lo importante que ha ocurrido en el mundo fue siempre protagonizado por el sexo masculino, mientras las mujeres permanecían eternamente ocultas en las sombras. De momento, y a la espera de más hallazgos, bienvenida sea de vuelta a casa la Togada de Pompelo.