Durante el pasado puente de la Constitución viajé a Soria. Esta tierra castellana siempre me lleva de regreso a la infancia, al recuerdo de un librito de tapas verdes que mi padre tenía sobre su mesilla de noche: Campos de Castilla de Antonio Machado. Sus poesías fueron, junto con las de Gloria Fuertes, las primeras que yo leí. De la mano de aquellos versos comencé a imaginar esa Castilla guerrera y heroica, tierra fría y adusta, de garabatos de cigüeñas y riberas de chopos, donde las nieves coronaban las cimas de las montañas, las crestas de Urbión, para renacer en esa bella primavera que nos describe Machado.
Crecí en Madrid, pero fantaseaba con ese paisaje que no visité hasta años más tarde y fue el lugar elegido como escenario de mi primera novela. Además de Machado, Soria también me recuerda a Gustavo Adolfo Bécquer. Antes de partir de puente, había asistido al teatro Fernán Gómez donde representaban El monte de las ánimas, esa leyenda que con sus fantasmas de templarios también había ocupado mis ensueños juveniles.
Con este bagaje un tanto nostálgico, muy mío, emprendí el viaje junto a mi marido. Por supuesto, uno de los destinos que teníamos en la ruta era la visita a la Laguna Negra. En otoño, es un paraje que parece mágico, con el dorado de las hayas y el rojo del serbal de los cazadores. Mientras conducíamos hacía ella desde el pueblo de Vinuesa, casas de piedra y olor a chimenea, recordábamos el romance cainita: La tierra de Alvargonzález, por aquel verso suyo: que es la laguna insondable.
Una parada inesperada
Pero a mitad de camino, una pareja de guardias forestales nos detuvo. Había un atasco de más de dos kilómetros para llegar a la Laguna, no nos aseguraban cuánto tiempo podíamos estar detenidos, quizá cuarenta minutos, quizá una hora – no debía de ocurrir aquello en tiempos machadianos y menos en los de Alvargonzález-. Nos aconsejaban que nos diéramos la vuelta, porque los aparcamientos estaban completos. Algunos coches decidieron seguir, pero mi marido y yo desistimos. Tomamos una carretera estrecha, que ascendía entre pinos y rocas.
Al poco rato, un cachorro de mastín con patas grandes y andares deslavazados, seguido de otro más adulto, quizá la madre, nos anunciaron lo que nos íbamos a encontrar: cientos de ovejas que ocupaban la carretera en un espejismo pastoril. Habíamos huido del atasco solo para toparnos con otro más auténtico: el de la vida en el campo. Me bajé del coche y caminé tras las ovejas hasta que alcancé a uno de los pastores que las acompañaban.
El mensaje del pastor
Ajeno a mi fascinación y creyendo que iba a quejarme, me dijo antes de que yo pudiera articular palabra: “Esta carretera es cañada real. Mañana va a nevar y por el frío hay que bajar a los animales del monte. Las ovejas tienen preferencia, ya se lo advertimos a los forestales. Pero los coches siempre tienen prisa”. Y tenía razón, así somos los de la ciudad, pensé. Cuántas veces nos obcecamos en llegar a los destinos que nos sugieren los blogs de viajes, las guías o los recuerdos, en hacer otra marca en la checklist, en cumplir con un plan que en ocasiones nos impide disfrutar de lo que tenemos ante los ojos. Le di las gracias al pastor y regresé al coche bajo la mirada desconfiada de los mastines.
El viento helado que ya anunciaba nieve, la conversación con el pastor, los pinos que nos rodeaban, no estaban en ninguna lista de visitas imprescindibles. Quizá hacer turismo sea algo más que conquistar destinos e incluso recuerdos, quizá sea dejarnos conquistar por el instante. Como escribió Machado: “Hoy es siempre todavía, toda la vida es ahora.” En Soria, como en la poesía, el tiempo se detiene y solo quienes caminan sin prisa, abandonándose a lo que surja, logran sentirlo.