Opinión

El sur

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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El sur. Me voy al sur. El destino quiere que viaje al sur. Aunque la página de compra de billetes de Renfe anulase mi billete, el de mi hija y el de mi perra sin que nosotras lo supiéramos. Pero el destino, repito, quiere, así lo entiendo ahora, el sur quiere, nos llama, nos espera, contaba con que íbamos a verlo, a quererlo, a olerlo, a tenerlo entre las manos; y no han podido los retrasos, las aglomeraciones, los fallos del sistema informático, con esa fuerza austral que tiraba de nosotras hacia ella. Y aquí estamos.

El sur es el jardín de mi vecina, donde vive una gaviota con un ala rota que responde al nombre de Gladys, un gato que se llama Richard y tiene miedo de los hombres con barba, dos tortugas que se escapan a mi casa y mi perra que ladra sus caparazones donde olfatea la vida y, sin embargo, se esconde. El sur es mi perra corriendo por la playa, levantando esta vez gaviotas con alas, las garzas de las marismas, los chorlitejos que cuida mi casero y que se hacen los heridos o los muertos, ¿se imaginan?, para ahuyentar a los depredadores que huelen los huevos de su nido. Salva a los chorlitejos, reza en la camiseta de mi casero, que anidan en mitad de la playa, ese es mi sur; y los paseos en bicicleta con mi hija hasta el quiosco de chuches, que me llevan a la infancia, a la BH azul, a otro quiosco en la sierra madrileña donde las vendía un hombre al que mi padre llamaba: el tío de las uñas negras; al pedaleo de costras en las rodillas, de comisuras manchadas de Nocilla.

El sur es el tiempo lento, el viento rebelde. El atardecer con la marea baja, el sol que parece una naranja, los charcos en los que se cae el cielo y se tiñen de lila y cobalto como si fuera tierra de otro planeta. Cómo sentirse en el sur y verse en Júpiter, en Urano, irse a cenar gambas y huevos con jamón pisando el universo. El sur es el viento de sal, las adelfas gigantes que me gritan: verano. La luz, la palmera, el blanco de las casas, el relincho del caballo, las buganvillas. Las tardes oteando Doñana. Las dunas, la soledad, el habla del mar, los pinos y la playa.

El territorio te construye. El territorio que se vive y con el que se sueña. El territorio que conversa contigo como aquel hombre machadiano que espera hablar a Dios un día. Un espacio en construcción permanente, una ciudad invisible de Ítalo Calvino, un espacio de palabras y vivencias.

El sur de aquel cuento de Borges con el que fantasea el personaje: Dahlmann, mientras trabaja en una ciudad pálida. El sur que era suyo, de eucaliptos y casas rosadas, y mío. Pero hay muchos sures, tantos como sueños. Paul Bowles lo encontró en Tánger, Joyce en Trieste, Durrell quizá en la Alejandría de Kavafis; quizá el sur solo sea otra Ítaca. El sur tiene algo de tierra prometida, de punto cardinal al que tiende el deseo, de brújula, con anhelos australes. Un espacio que son todos, donde late un tiempo sin arena.